Hoy me he encontrado a un amigo que me ha dicho que está harto de abrir mi blog para ver si hay algo nuevo, sin resultados. "La gente va a dejar de mirar, te lo advierto; se van a olvidar de ti" No es que tenga demasiado interés en que miréis mis notas pero ese comentario me ha servido de acicate para vencer la pereza y encontrar un momento para ponerme aquí. Os hablaré de algunas anécdotas ocurridas en viajes en avión.
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La monotonía más o menos ordenada del devenir diario la rompen los viajes. Hoy día, el que más y el que menos hace unos cuantos a lo largo del año. Pueden ser cortos o largos, con más o menos riesgo, aburridos, monótonos, lejanos, próximos, entretenidos, románticos, interesantes, azarosos, exóticos, culturales, etc., pero todos tienen en común que rompen -lo decía al principio- la rutina del día a día.
Deja uno su lugar habitual de residencia y se marcha a ver otros paisajes, otras gentes, con otras temperaturas, otras costumbres. Si el viaje es en avión la mezcolanza empieza ya en el aeropuerto. Últimamente he observado que hay una especie de competición para ver quién va vestido de forma más estrambótica y desastrosa, sobre todo si es verano pues, con la excusa del calor, parece que todo estuviera permitido. Y no lo digo sólo por nosotros, ocurre también con otras nacionalidades aunque creo que, a más occidentalización, más rarezas.
Este verano he tenido que pisar el aeropuerto para hacer un viaje corto, dentro de la península. Mientras esperábamos para embarcar (yo estaba con mi hermano en ese momento), pasó una pareja de conocidos que yo no vi. Ellos a mí sí pero no se detuvieron porque me vieron emparejada y no era mi acompañante habitual ¡qué prudentes! Unos pasos más adelante se tropezaron con mi hombre y entonces, más tranquilos, lo saludaron a él y luego vinieron hacia mí. No saco a colación este viaje por esta anécdota, sino por la que viene a continuación. Estábamos a últimos de agosto y los controladores amagaban con la huelga. En la práctica no la hacían pero, de hecho, los retrasos eran cosa común. Así, cuando subimos al avión media hora más tarde de lo previsto, nos comunicaron que aún teníamos que esperar, pues no había pista libre.
Al rato de estar sentados y cuando todavía el avión seguía en la pista, observo por la ventanilla que se aproxima hacia nosotros un vehículo articulado (son los utilizados para el transporte del equipaje pero desconozco su nombre) con un conductor y un copiloto. Como estos viajes low cost son tan desastrosos digo en voz alta a mis acompañantes:_ ¿Qué os jugáis a que estos empleados se creen que acabamos de llegar y vienen a descargar el equipaje? Ambos me miraron con sorna pero sin emitir opinión alguna; no hacía falta, sus rostros denotaban lo que estaban pensando: "¡Esta Maluca, siempre con sus cosas!" Los operarios, mientras, seguían aproximándose a la panza del avión y procedían a abrir la puerta. Yo ya no tenía visión porque estaban debajo de mi posición pero sus movimientos y ruidos así lo indicaban. Al rato, uno de los operarios que estaba encima del vehículo (al otro no lo veía) saca una silla de ruedas perteneciente a una señora impedida que había sido de las últimas en subir. Será eso, pensé, la habrán subido por error y la señora la habrá reclamado para dejarla en tierra. Seguí observando y comprobé con asombro cómo, en efecto, procedían a vaciar el avión de maletas. Nuevamente lo comento con mis acompañantes y vuelven a mirarme con ojos de incredulidad, a pesar de que estaban viendo ya lo mismo que yo. Ni corta ni perezosa me levanto y voy a avisar de lo que pasaba al azafato.
-Es imposible, me dice.
-Sí lo es, mírelo usted mismo y lo llevo a una ventanilla de una fila de asientos que tuvimos que dejar libre (igual ocurrió a la vuelta, la próxima vez preguntaré la razón) y sin dar crédito a lo que estaba viendo se lanzó rápidamente a llamar por teléfono. Los del transporte seguían su labor: uno dentro sacando los equipajes, el otro fuera colocándolos en las vagonetas articuladas. Cuando llevaban la mitad de su tarea realizada, uno de ellos echa mano del teléfono y, tras unos segundos de charla, reemprende la operación esta vez en sentido contrario, introduciendo otra vez los equipajes dentro del avión.
Si no llego a mirar por la ventanilla y no hubiera avisado con tanta decisión, el avión hubiera viajado con pasajeros, pero sin equipajes. Nosotros, de todas formas, viajábamos con equipaje de mano. Esto pasa por viajar en vuelos baratos, nos dijimos, pero entonces recordé otra anécdota terrible, esta vez en una compañía de prestigio, Air France. Volvíamos a Madrid desde París y tomamos un vuelo que continuaba, después de la escala en Madrid, hacia un aeropuerto con destino en un país sudamericano, no recuerdo bien si Argentina, Chile o algún otro. Por esa razón la inmensa mayoría de los viajeros éramos castellanoparlantes. A pesar de eso nos teníamos que tragar toda la perorata que sueltan los altavoces en inglés, francés y, por último, español. Como soy curiosa, me gusta ir comparando los distintos idiomas: cómo se dice tal cosa en francés, cuántas cosas pillo en inglés, etc. Todo eso si logro vencer el malhumor que me produce la carrerilla que coge ahora esta gente leyendo: parece un concurso de velocidad, no importa que nadie se entere de nada, lo importante es cuántos segundos puedes ganar: absurdo lo mires por donde lo mires; se supone que si te dan alguna noticia por el altavoz es porque es importante que lo comprendas, no para que admires la velocidad y el atropello del parlante.
Así seguimos durante todo el viaje y sin variación, todas las informaciones seguían la misma norma: primero en inglés, luego francés y, por fin, español. Pero, de pronto, cuando llevábamos unos veinte minutos de vuelo, un anuncio nos heló la sangre a todos: había problemas en el avión, cuando nos fuera indicado teníamos que estar preparados para abandonarlo sin recoger siquiera nuestros bultos de mano ni pertenencia alguna. La voz nos pedía que siguiéramos atentos a la espera de instrucciones. Todo el mundo se miraba horrorizado. La gente se tomaba las manos y se miraba casi despidiéndose. Mi compañero de asiento también lo hizo: los niños... me dijo. Yo lo tranquilicé enseguida: se han equivocado, no temas, le dije con una sonrisa que intentaba hacer desaparecer el pánico. Pero la gente que nos rodeaba empezaba a hablar cada vez más alterada y las caras reflejaban angustia así que, también esta vez, pulsé el botón de llamada a la azafata. Esta vino rápidamente: Oui madame? Sabe usted lo que dice la cinta que nos acaban de poner en español? No, lo sentía, ni ella ni nadie de la tripulación sabía español. Inaudito. Le dije lo que acabábamos de oir y tranquilamente me contestó que seguramente su compañera se había equivocado al elegir la grabación.
Cuando hubo pasado el susto, mi compañero me preguntó por qué estaba tan tranquila y tan segura de que se habían equivocado. Muy fácil, le dije. La grabación sólo estaba en español cuando todas las anteriores las habían emitido en los tres idiomas y además las azafatas seguían con los preparativos del almuerzo como si tal cosa. Eso no se hace ante una catástrofe inminente.