domingo, 20 de febrero de 2011

SIESTA

Los ventiladores giraban cansinos a la hora de la siesta. Había dos en el techo del salón: uno sobre la mesa comedor y otro encima de los sillones más alejados, frente a la puerta que daba a la terraza. Los sillones, de forma ovoide, tenían armadura de hierro y madera y forraban los armazones unas tiras de plástico de colores vivos. Esos colores, rojos, verdes, azules, se alternaban con blancos, cruzándose también con ellos para rebajar la tonalidad. Se encontraban dispuestos en torno a una mesita baja, que usaban para dejar las bebidas mientras leían, charlaban o escuchaban música. Allí tomó ella por primera vez su sirope inicial. Al principio le supo a rayos debido a la alta salinidad del agua. Después se aficionó y los tomaba en vasos altos llenos de cubitos de hielo. Le encantaba mirar, a través de las perlitas que se formaban alrededor del vaso, el colorido de las bebidas de limón, de menta, de granadina...



La luz se colaba con fuerza en el salón atravesando las rendijas de las contraventanas de madera. A esa hora del día la temperatura rebasaba ampliamente los cuarenta grados y en el alejado dormitorio, donde la pareja dormía la siesta, funcionaba el aparato de aire acondicionado. El ruido que producía éste no llegaba al salón a través del pasillo, sino por la puerta que daba a la terraza, situada entre el salón y la habitación.

A ella le gustaba esa hora. Podía leer a escondidas novelas de serie negra que tenía prohibidas por sus escenas escabrosas, hacer girar en el tocadiscos una y otra vez sus discos preferidos o encerrarse en su habitación a mirar las musarañas, mientras el criado yemení trajinaba en la cocina intentando terminar su tarea rápidamente y marcharse a su casa. En su dormitorio no había aparato refrigerador, sino otro gran ventilador que ella ponía a toda velocidad. Allí, tumbada boca arriba en la cama, podía extender y separar las piernas a voluntad pues en los sillones, a pesar del trenzado de las tiras dejando pasar el aire, sus delgados muslos se tocaban y el sudor producido en ese frotamiento empezaba a resbalar enseguida. Frente a su cama, pegadas a la puerta con chinchetas, fotografías de chicos guapos del cine americano.




La pequeña gacela que le habían regalado dormitaba en la terraza. A veces levantaba la cabeza y miraba con sus inteligentes, grandes y tristes ojos negros, que parecían preguntarse por qué la tenían ahí, pisando un suelo tan resbaladizo. Hasta más tarde no le tocaba su biberón. Tenía un olfato bastante desarrollado pues, cuando se iba acercando la hora, se aproximaba a la puerta estirándose y dejando a continuación un reguerito de pequeñas cagarrutas. El momento en que la sombra de las ramas más altas de la palmera del patio acariciaba las contraventanas grises era la señal.

martes, 15 de febrero de 2011

G E N T E QUE CANTA


El otro día, mi amigo Tomás me recordó una canción de Carlos Cano. Eso me trajo a la memoria la primera vez que lo vi actuar en directo en una sala del centro de Madrid. Apenas era conocido entonces, mediados los setenta, pero tenía una voz agradable, hacía tiempo que nadie cantaba temas “andaluces” cercanos a la copla, cuando no copla pura, y me apetecía conocerlo. También abordaba en sus canciones temas políticos y eso lo hacía más atractivo. Me sorprendió su altura y delgadez –apenas había visto alguna foto suya-. Era desgarbado y soso. Todavía lo veo ahí, en el centro del escenario con su camisa blanca y sin saber muy bien qué hacer con los brazos.
También por la misma zona estuve viendo actuar a Amancio Prada y, años más tarde, ya en los ochenta, a Martirio, tan estrafalaria ella y tan buena cantando y, siguiendo por la zona, me viene también a la memoria el primer concierto al que asistí para ver a Camarón, éste en el Palacio de los Deportes, ya entonces con un lleno total. Esto sería en los primeros setenta.
Y siguiendo en el túnel del tiempo aunque ahora es mediados de los setenta, quizá 1977, recuerdo a Joaquín Sabina en La Mandrágora. Evidentemente, en aquel entonces no íbamos allí a ver a Sabina porque no sabíamos ni que existía. El local lo habían abierto entre varios socios y uno de ellos formaba parte del claustro de profesores de la escuela de mi único hijo en edad escolar entonces: Colegio Siglo XXI.
A La Mandrágora nos llevó un amigo, también con hijos en el mismo colegio, para ver a Juan Tamariz. Nono, así se llama, era muy aficionado a la magia y hoy él mismo es un gran mago. Comenzamos después a frecuentar el local de tarde en tarde. Allí alternaban sus actuaciones Alberto Pérez, Javier Krahe y Joaquín Sabina.
El local se encontraba en la Cava Baja del barrio de la Latina y era pequeño. A la entrada había una reducidísima barra y las actuaciones tenían lugar en la planta baja, un sótano donde sólo cabían una quincena de mesitas. Nos sorprendíamos de ver en vivo y en directo (notábamos su respiración y casi los tocábamos) a gente que, aunque desconocida, hacía las cosas tan bien. Y todo eso lo disfrutábamos cuatro gatos, mientras tomábamos nuestras copas y charlábamos con el local lleno de humo de cigarrillos. ¡Tiempos!

miércoles, 2 de febrero de 2011

DUCHA Y PENSAMIENTOS ENCADENADOS

Preparo la ropa que me pondré después de tomar una ducha. Antes, medito durante unos segundos dónde voy a ir, qué voy a hacer, a quién voy a ver. En función de ello saco la ropa. También pienso si está sobre la silla desde el día anterior o en el armario. Como voy a clase de pintura y aún no tengo bata comprada, elijo ropa muy usada. Tengo unos pantalones fuera a los que el otro día les rozó un pincel y un par de jerseys doblados juntos. La clase es en un sótano y normalmente hace frío. El chándal que tenía previsto usar mientras decidía qué bata comprarme también está en la lavadora. Los pantalones no creo que pueda volver a usarlos. Veremos cómo salen de la colada. Me apoyé sin darme cuenta en la paleta de un compañero o mía, no sé muy bien; solo me percaté al llegar a casa y ver allí su huella... A mí me gustaría comprarme un blusón grande como los que llevaban antiguamente los pintores y no una bata blanca, de trabajador de laboratorio, como veo que usan ahora. Por eso todavía estoy sin bata. Tomé pues los pantalones, los dos jerseys, me fui al cajón de la ropa interior y saqué un sostén cómodo (me gusta más esta palabra antigua que la más moderna y rebuscada de sujetador) y unas bragas cualquiera, sin tener en cuenta la combinación de colores. Usaría los calcetines del día anterior. Me los había puesto solo un rato para estar en casa en zapatillas. Utilizo otro cuarto de baño, el que está más calentito. El mío hace esquina y es frío como el Polo. Allí he decidido poner ya parte de mis cosas pues creo que ahora los inviernos usaré ése con más frecuencia. El mío es tan frío que, a pesar de la calefacción central, tengo que utilizar un calefactor eléctrico complementario. En cambio en verano es caluroso; cosas de la orientación. Cuando tengo toda la ropa preparada voy a por el barreño de mi aseo para recoger el primer agua, que sale fría. Irá luego al water o a regar las plantas, según. Es otro trabajo más, extra, al que me obligo, pero me siento mejor conmigo misma si hago estos pequeños ahorros en beneficio del medio ambiente. Primero me quito el reloj (últimamente no llevo nada al cuello, ni tampoco pulseras) y luego me desnudo. Me voy demorando lo justo, todo calculado para que el agua esté en su punto. Antes de entrar en el gran plato de ducha, retiro con el pie el barreño ya rebosante y, de paso, noto la temperatura. Entro y cierro a tope la mampara. No para evitar salpicaduras al exterior, que también, sino para retener dentro el calor. La sensación es deliciosa. Qué bienestar. La alcachofa despide con fuerza miles de gotitas que golpetean como alfileres de punta roma mi frente, mi nuca, mis hombros… Pienso en los que nunca se pueden dar una ducha caliente e incluso en los que nunca se dan una ducha. Me acuerdo de los niños saharauis que vienen a España de acogida a pasar los veranos. Lo primero que hacen al llegar a una casa es abrir el grifo y comprobar cómo sale el agua. Pienso también en los hombres. A ellos, salvo excepciones, siempre les cae el agua directamente sobre todo el cuero cabelludo. A mí ahora también. Llevo el pelo muy corto y la sensación es radicalmente diferente, podría decirse que esto es una ducha total, plena. Con melena no es lo mismo y no digamos cuando hay que ponerse gorro de ducha. No se parece en nada. Como tampoco se parece una ducha fría a una caliente; es distinto cuando hay temperatura ambiente o cuando estás deseando entrar en calor, cuando estás cansada, cuando vas con prisas, cuando necesitas disfrutar de estar ahí debajo y no pensar en nada o cuando llevas tres o cuatro días sin tomarla, bien por enfermedad o por cualquier otro avatar. Entonces sientes cómo se te va desprendiendo toda la mugre acumulada, los olores… Te enjabonas, te frotas, haces un anillo entre el pulgar y el corazón y lo pasas de arriba abajo por el brazo contrario. A la tercera subida notas el agua jabonosa que sube en ese anillo que has formado con tus dedos oscura, sucia –o eso te parece- y entonces tú te sientes limpia, pura, sana. Una cosa no implica la otra, pero esa es la sensación. A continuación haces lo mismo con las piernas aunque ahora haya que ensanchar el aro. Cuando termino, abro la mampara y alargo el brazo hasta alcanzar mi toalla (tengo que dejarla dentro, hay sitio en la nueva estantería construida en el sitio de la bañera, a pesar del largo plato de ducha), y me cubro rápidamente volviendo a cerrar otra vez. Solo cuando estoy casi seca la abro y salgo para enrollarme otra toalla a la cabeza y acabar de secarme fuera.