domingo, 3 de abril de 2011

OTRA SIESTA

Los chiquillos se quedaban solos a la hora de la siesta. Los padres se iban a la habitación de la cortina de cretona. El otro cuarto, el dormitorio conyugal con la gran cama de madera heredada de la abuela Emilia, no se usaba hasta la noche. Solo los días posteriores a los partos había visto usar esa cama durante el día. También en los días en que había grandes tormentas con mucho aparato eléctrico, pero, entonces, la madre y las muchachas, silenciosas, se metían ahí y se sentaban asustadas sobre la cama tocándola apenas, hasta que los truenos y relámpagos se alejaban. Alguna rezaba bajito.

Una vez solos, los niños se tumbaban en una manta vieja que la madre les tendía previamente en la cocina. Ellos se negaban a acostarse y como contrapartida tenían que permanecer ahí, quietos y en silencio durante las horas de más calor, esas en que los machos de las cigarras cantan con todo su poderío. Jamás durmieron ahí una siesta.

La cocina estaba enlosada con baldosas bastas hechas en el tejar del pueblo. Era un barro cálido. No estaban tan frías como los baldosines del resto de la casa pero la niña sentía una sensación agradable al pisarlas descalza. De ese mismo barro rosáceo eran los bolos con los que su hermano pequeño jugaba a las canicas.

Desde la cocina se salía al primer corral, empedrado y cubierto por las parras, de sombra impenetrable. En esa época estaban cargadas de racimos, que no madurarían hasta septiembre. Las avispas y algún tábano, junto con las moscas, eran los únicos seres que se movían a esa hora. Las gallinas, en el segundo corral, retiradas a la sombra de su gallinero, permanecían quietas y en silencio.

Después de haber hecho a su hermano pequeño todos los ejercicios circenses de que ella era capaz (era lo único que lo entretenía un poco y lo mantenía en silencio) el inquieto chiquillo empezaba a hacer trastadas.

Una de las distraciones favoritas del niño era cazar moscas. Cogía un vaso de cristal y procuraba cazarlas poniéndolo encima de la mosca. Casi siempre lo lograba a l primer intento. A partir de ahí, las martirizaba con todo tipo de experimentos. Su madre y su hermana le recomendaba uno de latón porque muchas veces el vaso acababa con estrépito en el suelo, pero, claro, eso no tenía gracia, el latón no se trasparentaba.

La cocina, aunque no muy grande, una vez quitada la mesa donde comían, quedaba diáfana. En verano arrinconaban la gran estufa de carbón, que ocupaba el centro de la estancia, en cambio se le daba más espacio a la gran tinaja siempre llena de agua y al palanganero.

La niña sacaba agua de esa tinaja grande y la vertía en algún cubo porque no alcanzaba a meter toda la cabeza en la palangana de porcelana. Allí zambullía la cabeza y se refrescaba, aunque lo que realmente buscaba era peinarse con el pelo chorreando, sin secar. Se hacia una raya en un lado de la cabeza y, todavía con el cabello empapado, se lo peinaba hacia atrás, hacia un lado, con flequillo. Las gotas frescas le chorreaban por el cuello y bajaban por la espalda. ¡Eso sí que era frescor! Entonces su cabello se quedaba bien lisito pegado a la cabeza y ella se encontraba así más guapa. ¿Por qué el pelo no permanecería siempre así? ¿Por qué, en cuanto se secaba, tenían que aparecer aquellos odiosos rizos? Las vecinas, sobre todo la abuela Julia, decían que eran los más bonitos de todo el pueblo pero ella no estaba en absoluto de acuerdo. Además, ¿a ella que más le daba si no se quedaban como quería? Le gustaban los flequillos o las trenzas o el pelo liso de su madre, pero no los rizos.

Cuando se aburría, se ponía a cortar los zarcillos de la parra que quedaban a su alcance para masticarlos. O se asombraba preguntándose cómo esos secos y leñosos troncos deshilachados podrían dar aquellos frutos tan jugosos. Por desgracia para ella, no siempre había tebeos para leer.

Cuando su madre salía de la habitación, la niña dejaba sus juegos, sus ensoñaciones y empezaba el ajetreo, otra vida distinta. Al poco llegaban las costureras que ayudaban en la sastrería, bien repeinadas, con sus delantales impolutos. El sol había ya sobrepasado ampliamente su cénit y ellas sacaban las sillas al corral, cuyas paredes habían perdido el calor. La madre y la niña habían mojado con sendas regaderas, no solo las plantas colgadas o en el suelo, sino también las parras, el empedrado y las mismas paredes encaladas. Algunas mocitas se quedaban dentro, en el ancho pasillo, mucho más fresco. Su presencia, sus risas, su alegría, su juventud, animaban la casa.

Llegaba entonces la hora de la merendilla y luego, el tiempo mágico de la radio. Mientras se comía el pan con chocolate, la chiquilla se metía en la habitación oscura donde estaba la repisa con el aparato y allí, de pie, bien atenta, oía canciones, novelas, anuncios. Eso sí que era un mundo lejano y encantado. Aquellos sonidos, voces, músicas, relatos, eran ecos que penetraban y permanecían en la mente infantil, que atistababa otra realidad desconocida y extraña, pero atrayente.

6 comentarios:

  1. Maluca, guay, guay! Me emociona este post que me recuerda tiempos pasados. La manta en el suelo a la hora de la siesta, regar las plantas de puertas o patios para refrescar y las mocitas con sus blancos delantales sentadas cosiendo. Despierta en mi sentimientos lejanos.
    Un abrazo.

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  2. Rafaela, esto es lo que se llama estar al loro. Lo acabo de colgar.

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  3. Hola Manuela,acabo de leer tu "otra siesta",tengo que reconocer que has estado "sembrá",¡cuantos recuerdos de aquellas tardes calurosas!,Bueno Manuela, sigue así y enhorabuena...
    Un abrazo

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  4. Gracias Jmr, a ver si tú te animas, que sé que tienes ganas de contar cosas...

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  5. Querida Manuela, cada día lo haces mejor. Ya te dije en otra ocasión y te lo vuelvo a repetir, que cuando leo tus relatos me haces situar en la escena relatada.
    Eres muy buena y como te dije por teléfono, más vale tarde que nunca.
    Besitos

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  6. En muy pocas ocasiones te he visto enemistada con tu pasado. Hasta tus nostalgias se hacen tierra de abono para tu presente.

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