jueves, 31 de mayo de 2012

EMILIO LUQUE, MI PADRE (y 3)


Como ya señalé antes, poco después del desgraciado accidente de mi padre mi tío Manolo pudo regresar a España y una forma de emplear su dinero fue la adquisición de viviendas, que en aquellos años proliferaban como setas, conformando el horrible urbanismo, en los alrededores de las ciudades, que todos conocemos. Madrid no se libró; al contrario, fue la avanzadilla. Nosotros, como tantos emigrantes de la época, acabamos con “un piso en Moratalaz”, lo cual no estaba nada mal para empezar.

Mis padres no vendieron la casa pero sí todo lo que contenía. Se deshicieron de todos los muebles que provenían de mis abuelos paternos y de casi todos los utensilios; unos a precios irrisorios y otros regalados. Vendieron las camas de madera, las de hierro, el aparador que había hecho mi abuelo y que llevaba sus iniciales, sillas, mesas, lavabos. Vendieron la mesa grande donde mi padre cortaba y el gran espejo que presidía la sastrería. Todo porque el piso ya estaba amueblado; estaba amueblado sí, pero lleno de cosas inservibles, feas, poco prácticas y, sobre todo, no era lo nuestro. Lo único que salió de Conquista fue la máquina de coser de mi padre, las grandes tijeras de cortar, junto con la regla, la escuadra y la caja con todo tipo de hilos, metro, alfileres, tijeras más pequeñas, agujas, dedales, jaboncillos, etc. También algunos cacharros de cocina. Todo  viajó con nosotros hasta la estación de Atocha metido en un gran baúl.

Nunca olvidaré la sensación de la llegada a esa estación, de noche, el bullicio, la búsqueda de un taxi. Me imagino la impresión de mis padres, cargados de bultos, con tres niños pequeños y un futuro tan incierto.

Ya estábamos en Madrid pero la situación no era nada halagüeña. Mi madre, de carácter tímido y apocado, se encontró de pronto en un medio hostil, con tres hijos, un marido sordo que apenas se podía comunicar con los demás y con problemas de movilidad y, por supuesto, sin trabajo. Los primeros tiempos fueron verdaderamente duros. Mi padre empezó a trabajar a destajo para grandes fábricas de confección que pagaban miserablemente. Mi madre iba a recoger las piezas que venían ya cortadas y luego las tenía que devolver cosidas. Si alguna no era del gusto del que las recibía, no le pagaban. Con cada fábrica donde iba a pedir trabajo, primero tenía que pasar la prueba: le daban una pieza, un mono, un pantalón, que debía coser para comprobar sus conocimientos. Esta prueba muchas veces era gratis.

Mi madre llegaba hecha polvo cada vez que regresaba de alguna entrega pues el peso era grande y la mayoría de las veces las fábricas estaban en el extrarradio y tenía que coger varios medios de transporte. Mi padre, mientras tanto, cosía desde que se levantaba hasta la noche.

Pronto empezó a hacerse con clientela. Al principio alternaba los clientes propios con lo que cosía para los fabricantes. Mi padre no hacía ascos a nada. Lo mismo daba la vuelta a un abrigo que sacaba una falda de unos pantalones viejos. Al final ya se permitía el lujo de elegir y pronto llegó el momento de tener más clientes de los que podía atender. Empezó también a coser ropa de mujer, sobre todo muchos trajes pantalón y abrigos, aunque también se atrevía con las faldas e incluso con los vestidos. Pero no por eso subió los precios, cosa que podía haber hecho perfectamente. Muchas veces se lo recriminamos, sobre todo con los arreglos, en los que había que invertir más tiempo que en lo nuevo y, como le daba apuro, cobraba menos de lo necesario. Siempre nos contestaba lo mismo: “¡a ver!” Todo esto que yo cuento en unas pocas líneas no ocurrió de la mañana a la noche, hubo muchos malos momentos y muchos sinsabores. Estuvo trabajando casi hasta los 70 años y, a partir de ahí, aunque ya estaba retirado, si llegaba alguien y le rogaba mucho, lo atendía. Quizá fuera en los últimos cinco años –murió a los 80- cuando ya apenas cosía nada, si no era algún favor que le pedíamos los hijos. Tuvo buena vista casi hasta el final. Con esto quiero decir que siguió enhebrando las agujas de ojo minúsculo. Es verdad que al final aparecieron las cataratas, pero ya era demasiado tarde para operar, su tiempo se estaba acabando.

Durante la época de Madrid, cambió unas cuantas veces de modelo de máquina de coser, aunque él era reacio a los cambios y se resistía (también porque era poco gastoso). El mayor salto fue un motor eléctrico que incorporó a su máquina de toda la vida y luego su primera máquina eléctrica, eso sí que era como “coser y cantar”, nunca mejor dicho.

Para planchar, en Conquista utilizaba tanto las planchas antiguas con una chimenea que había que llenar de ascuas, como las macizas de hierro. Éstas también vinieron con nosotros a Madrid. Aquí siguió utilizando sus planchas de hierro de toda la vida, primero arrimándolas a la placa de carbón de la cocina que tenía el piso y luego, cuando ésta desapareció, a la cocina de butano. Jamás utilizó una plancha eléctrica, a pesar de que le regalamos alguna.

Y ahora viene lo más difícil para mí: hablar de él, de su carácter. Tengo que hacer un gran esfuerzo. Por eso, quizá instintivamente, lo he dejado para el final.

Mi padre era habilidoso con las manos, igual que mi abuelo: le enseñó de hecho todo lo que sabía. Alguna vez lo vi en Conquista pegar algún asa con estaño a aquellos vasos de hojalata que se hacían con las latas de leche condensada o poner una laña en una tinaja que se había abierto o cortar un cristal sobrante de alguna ventana para ponérselo a un cuadro, o  hacer una instalación eléctrica en una habitación. Cuando yo era muy pequeña me extrañaba que mi casa estuviera llena de herramientas, podías encontrar todo tipo de tenazas, alicates, destornilladores, leznas, limas y un montón de utensilios más que no sabría nombrar. Por supuesto todo en varios tamaños. Mi padre también heredó del suyo la pericia para poner trampas. No necesitaba irse muy lejos. A la caída del mismo cerro donde estaba nuestra casa solía poner las pequeñas para gorriones o lo que cayera. Como era puro optimismo, nos avisaba a la familia con gran entusiasmo del tiempo que tardaría en caer la presa: “cinco minutos”, decía mientras abría la mano con los cinco dedos bien extendidos. Él, desde la ventana de la sastrería se ponía a vigilar mientras cosía hasta que enseguida oíamos el “ya”. Lo celebraba como un niño.

Era de carácter muy alegre, optimista empedernido y bromista. Adoraba hacer juegos de magia y embobar a niños y mayores. Manejaba las manos a su antojo y, si él no te explicaba el truco, desde luego era imposible descubrirlo. Hacía muchos juegos con las cartas, con monedas, pero también con muchas otras cosas. Recuerdo uno que hacía al principio con garbanzos y una boina. Los garbanzos entraban y salían de debajo de la boina sin que nadie entendiera cómo. Bueno, sí: por arte de magia. Siempre estaba dispuesto a reír, a contar chistes, a gastar bromas y a animar a mi madre, de por sí decaída. También tenía su punto de ironía. Cuando alguna vez llegaba a casa más tarde de la cuenta, decía que venía de misa, él, que consecuente con su ateísmo, jamás pisó  una iglesia. Desde luego conseguía su objetivo: todo el que escuchaba la excusa se echaba a reír.

Le gustaban y practicaba todos los juegos de mesa: ajedrez, damas, dominó, parchís y por supuesto naipes, ya fuera tute, mus o cualquiera por el que le preguntaras.

Voy a poner algún ejemplo de hasta dónde llegaba su sentido del humor. Recuerdo el día de los Inocentes. Desde por la mañana temprano se dedicaba a recortar muñecos de papel que pegaba en la espalda de todo aquél que pillara. En la sastrería había muchas espaldas disponibles. En cuanto lograba colocar uno nos avisaba y nos pedía silencio poniéndose el índice en los labios y sofocando la risa. También ese día preparaba con mucha parsimonia unos polvorones y una copita de anís que ponía en una bandeja a la entrada de la casa para invitar a toda aquél que pasara. La gente no se extrañaba porque tanto uno como otros eran propios de la época del año, el anís por la matanza y los polvorones por la Navidad. Los invitados descubrían que los polvorones eran rodajas de nabo enharinadas y envueltas primorosamente en aquellos papelillos antiguos con las puntas rizadas. Más de uno hincaba el diente. El anís era, por supuesto, agua del pozo.

 Cuando mi padre bajaba “al pueblo”, así hablábamos los de la estación, siempre subía contando todo tipo de historias, quién se había puesto enfermo, tipo de enfermedad, estado de fulanito y de menganito. Veía a todos y de todos traía noticias, de los del pueblo y de los emigrantes, cosa que siempre nos extrañó en casa pues  la gente solía dirigirse a él dando grandes voces, creyéndose que así los iba a entender. Igual pasaba cuando iban a la sastrería a tomarse las medidas y hacer algún encargo: gritaban como descosidos y no se daban cuenta de que mi madre, que hacía de traductora la mayoría de las veces, no emitía sonido alguno para comunicarse con él. Tenía la capacidad, a pesar del poco tiempo que estuvo escolarizado, de leer los labios, siempre que la persona que tenía enfrente pusiera un mínimo empeño en articular lentamente acentuando el movimiento de los labios para facilitárselo.

Después del accidente y de contar con la prótesis mi padre volvió poco a poco a ser el mismo y a tener el mismo buen humor, claro que ya no podía perseguir corriendo a los chiquillos que se metían conmigo, ni podía subir a la altísima escalera de madera que había para acceder a la cámara (cueva de Ali Babá nunca bien explorada) con la facilidad de antes.

Ya en Madrid y a pesar de las penurias económicas del principio, a mi padre le gustaba sacarnos por el centro. Mi madre se quedaba con mi hermano pequeño o con mis dos hermanos la mayoría de las veces y mi padre y yo salíamos los domingos. Siempre me llevaba a algún sitio nuevo. Recuerdo la primera bamba de nata que me compró en una preciosa pastelería que había en el primer tramo de la Carrera de San Jerónimo. Qué lujo y qué rica. Además, doble disfrute, pues era secreto, no había que decírselo a mi madre.

Contactó enseguida con la asociación de sordos de la que él había sido miembro cuando estuvo estudiando en el colegio, recuperó a antiguos compañeros y se hizo de nuevos amigos. A mi padre Madrid le dio vida, mientras a mi madre se la quitaba.

Al yo crecer, dejé de acompañarlo y él se iba cada domingo y cada sábado por la tarde con amigos, normalmente matrimonios, y pasaba las tardes fuera. Mi madre, siempre con tendencias depresivas, nunca quiso acompañarlo.

Cuando se enteraba de dónde vivía algún paisano, allí que se presentaba, ya fuera en Móstoles o en Alcorcón y no quiero decir si éste ponía un bar o algún establecimiento público, entonces lo visitaba con frecuencia. Estaba enterado de dónde vivía todo el mundo y se conocía al dedillo todos los medios de transporte.

Su buen humor y optimismo le duraron hasta el final. Por desgracia tuvo que pasar varias veces por el quirófano. Durante sus estancias en el hospital conseguía caerle bien a todas las enfermeras y personal médico. Cuando venían a extraerle sangre o a hacerle alguna prueba, todavía tenía ganas de gastarles bromas.

Cuando iba en la camilla camino del quirófano y veía a mi madre con la cara demudada por la preocupación, levantaba los brazos al aire haciendo imitación de bailar sevillanas para intentar buscar su sonrisa. Durante toda su enfermedad, jamás expresó una queja.

Cuando he contado a mis hermanos que estaba escribiendo algo sobre mi padre me han dicho: no dejes de decir que todos estábamos orgullosísimos de papá. No lo haré, creo que no hace falta.




 Fumador empedernido, aquí intentando ocultar su cigarro.

domingo, 27 de mayo de 2012

EMILIO LUQUE, MI PADRE (2)


Pasados los años más duros de la represión fue admitido de nuevo en la compañía y se volvieron a vivir a La Garganta. Mi padre, para entonces, seguía con la sastrería en el Rinconcillo y hacía el camino desde La Garganta a Conquista todos los días. Cogía el primer tren de mercancías y volvía en el último. Mi tía Adela le preparaba la merienda todas las noches, ya que mi abuela empezaba a no poder valerse. Mi padre me contó que alguna vez tuvo que hacer este camino andando.

El pequeño taller consistía en una habitación con puerta a la calle, así que tenía entrada independiente. Utilizaban esa habitación y con el buen tiempo el patio (hay una foto por ahí)La sastrería del Rinconcillo se abrió hacia el 45 o quizás antes mientras mi padre vivía con su familia en casa de los Molero. Enseguida empezó a tener trabajo y pronto comenzó a ser él el maestro y a tener, a su vez, aprendizas. Entre las muchas que tuvo, mi madre y sus hermanas. Mi madre era la que iba con más asiduidad porque su salud ya entonces era delicada y en su casa la eximían de las tareas que debían hacer el resto de sus hermanas, tales como segar, recoger aceitunas, arrancar garbanzos, vendimiar y en general todas las tareas del campo y las más duras de la casa.

Así que enseguida se hicieron novios aunque tardaron en casarse. Mi padre no era bien visto en la familia de mi madre, fundamentalmente porque tenía una minusvalía y   además era ocho años mayor que ella. 

Por  esa época, mi abuelo hizo buenos amigos en Conquista. De los que oí citar con más frecuencia, Juan Alfonso Gutiérrez y, más aún, Miguel Cantador. Hay una anécdota que no me resisto a contar: durante el tiempo que mi tío estuvo en el campo nazi, conoció a una chica austriaca del exterior y a través de ésta enviaba cartas a mi abuelo. Cuando se reunían a charlar Miguel y él, leían las cartas que mandaba mi tío y ambos, uno representante de Falange y el otro, socialista declarado, lloraban juntos.

Al poco tiempo del reingreso en su antiguo trabajo, mi abuelo murió debido a un cáncer de estómago que nunca se trató. Con el dinero recibido a su muerte mi padre compró el solar de la estación, donde mandó construir la casa donde yo nací y que todavía conservamos. Aunque no lo sé exactamente,  la secuencia debió ser más o menos así: vuelta a su puesto de trabajo en el 47, muerte en el 48, terminación de la casa en el 49. Cuando llegué al mundo, la estaban estrenando. 

Pusieron la sastrería en la primera habitación de la derecha. Mi padre tenía la máquina cerca de la ventana, y la mesa de cortar y planchar al fondo a la izquierda. Esta habitación y la que hacía de cocina comedor, solada con restos de baldosas sobrantes de otras obras, pero formando un bonito dibujo, eran las únicas no terrizas de la casa. Durante los años sucesivos mis padres fueron enlosando toda la casa por etapas, excepto la sastrería, que tenía el suelo encementado y así lo conservó hasta el final. Como la capa de cemento tenía más arena de la debida, se gastaba y resquebrajaba con frecuencia y mi padre volvía una y otra vez a parchearla comprando un poco de cemento y haciendo él mismo de albañil.

Durante toda la etapa que va del 49 al 62 pasaron por mi casa buena parte de las chicas jóvenes del pueblo para aprender a coser  y también en algún caso “por hacer algo”. En algunos momentos había tantas que no sólo ocupaban la habitación dedicada a sastrería, sino también todo el pasillo. Afortunadamente los meses fríos eran pocos y también se podía utilizar el primer corral, emparrado y más adecentado que el último, del que lo separaba una valla metálica. Este primer patio recuerdo cómo mi padre lo iba empedrando poco a poco. Cuando tenía las piedras (cantos rodados) y el tiempo suficientes, dedicaba alguna mañana de domingo a empedrar algún metro más.

En la nueva sastrería con mi abuela, mis padres y mi tía.
Hasta finales de los 50, mi padre vivió holgadamente de su trabajo. Entonces, toda la ropa se hacía de encargo. Mi padre confeccionaba todo tipo de prendas: lo mismo hacía una chambra, unos pantalones de pana o un abrigo que le daba la vuelta a una pelliza o armaba un elegante traje de chaqueta cruzada. Cuánta gente me ha dicho en Conquista “tu padre me hizo el traje de mi boda” o “tu padre me hizo mis primeros pantalones largos”. El trabajo era abundante y, además de las muchas ayudantas-aprendizas (eran todas mujeres a excepción de un chico), mi madre también echaba una mano los ratos que la casa y los hijos le dejaban libre. Ella se dedicaba a las cosas más delicadas, como hacer ojales, que en aquel entonces se hacían con un hilo gordo  especial de seda, o poner mangas, tarea que sólo llevaban a cabo mi padre, ella y alguna más aventajada que estuviera ya aprendiendo corte.

En la sastrería siempre se respiró buen ambiente, o al menos ése es mi recuerdo. Mi padre bromeaba con las chicas y siempre me pregunté si mi madre sobrellevaría bien las confianzas que mi padre se tomaba. Es verdad que cuando quería ponerse serio sabía hacerlo muy bien y las chicas, entonces, le temían.

La clientela de mi padre era de Conquista, por supuesto, pero también venía gente de La Garganta, del Horcajo, de los cortijos de los alrededores y otra que, no viviendo en el pueblo, trabajaba en la línea de vía estrecha y conocía el buen hacer y los módicos precios de la sastrería.

Mi padre, sin jefes ni necesidad alguna de “fichar”, siempre tuvo una responsabilidad y una disciplina férrea para el trabajo. Tanto en Conquista como en Madrid iba a tomarse sus vinos cuando acababa su jornada. A mediodía, los días de diario, se tomaba un vino en casa antes de comer. Por la tarde, después de un montón de horas trabajando, solía salir un ratito. Los fines de semana (sábado por la tarde y domingo), y siempre que no tuviera nada urgente, los solía aprovechar, sobre todo cuando ya estaba en Madrid, para reunirse con los amigos y hacer pequeñas excursiones.

En el año 52 nació mi hermano Juan y mis padres seguían marchando bien. En casa se mataba un cerdo al año, cosa que no se podía hacer en todos los hogares y, como en todas las casas de Conquista de aquel entonces, había un surtido gallinero. Un poco tiempo antes había muerto mi abuela Emilia, así que mi tía Adela, que había estado todo el tiempo cuidando a su madre, ya totalmente inválida, al no tener ataduras, se fue primero a Madrid y luego a lo que entonces era el Congo francés, a su capital, Brazzaville. Allí había ido a parar mi tío Manolo y éste la reclamó. Mis padres empezaron a vivir solos con sus hijos por primera vez.

Hacia el año 55 ó 56 mis padres recibieron carta de mi tío Manolo, que había venido a Francia, estaba próximo a la frontera y quería ver a mi padre a toda costa. No se habían visto desde el 36 y mi tío no había podido asistir siquiera al entierro de sus padres, a los que nunca pudo volver a ver. Seguía todavía sin poder cruzar la frontera, a riesgo de que lo metieran preso.

Se citaron en un lugar fronterizo que no puedo precisar. Mis padres emprendieron el viaje solos, dejándonos a mi hermano Juan y a mí a cargo de mi abuela Mª Josefa y mi tía Mariquita, que aún estaba soltera. El viaje fue hasta Córdoba, de allí a Madrid y desde Madrid al deseado y esperado encuentro. Por desgracia, no pudo ser. Fuera por inexactitudes en el horario o en el lugar, o por el peligro de ser descubiertos, el caso es que el encuentro se frustró. No se pudieron ver. Mi padre entró entonces en una gran depresión a la que se añadió un miedo terrorífico a ser detenido. Esto sólo lo podrá comprender quien haya vivido aquella época y no fuera franquista. Volvieron todos los recuerdos del reciente pasado, de su hermano huido, su padre encarcelado y echado del trabajo, los bombardeos y los aviones del campo de aviación de La Garganta. Para colmo de males, entró casualmente en el compartimento que ocupaban una pareja de la Guardia Civil y se quedó todo el trayecto en el mismo vagón, lo que aumentó el terror de mi padre.

Cuando, a la vuelta, llegaron a la estación de Córdoba, mi padre venía ya totalmente desquiciado, mi madre no lo pudo controlar, él no podía oír los trenes y fue atropellado por uno. Podía haber sido peor, pero sólo perdió un pie. Fue un gran drama familar. Mi madre, que no había salido apenas de Conquista, si no es para ir a Villanueva o Hinojosa, se encontró sola en una ciudad desconocida y con un marido en el hospital y, lo que es más, todos los ahorros fundidos. Afortunadamente había unos buenos amigos allí que la hospedaron y la ayudaron en todo.

Al volver a Conquista, la recuperación fue lenta. El estado anímico de mi padre estaba muy bajo y tardó bastante tiempo en reponerse. La pierna afectada era justamente la utilizada en la máquina de coser. Por suerte sus hermanos estuvieron al quite tanto económica como moralmente, y con ayuda de una prótesis poco a poco fue saliendo del pozo y empezó a hacer vida normal. Volvió su ánimo de siempre.

En el año 60 nace mi hermano Emilio y para entonces ya nos había visitado mi tío un par de veces, sin problemas ya en la frontera. Precisamente en esos años empezó la falta de trabajo, la gente emigraba, no había dinero y la confección empezaba a estar al alcance de cualquiera, así que el trabajo de la sastrería se resintió. Mis tíos empezaron a intentar convencer a mis padres para que abandonaran el pueblo. Al principio mi madre se resistió pero la situación iba empeorando y ante la falta clara de futuro alguno ni para ellos ni para nosotros, sus hijos, partimos, como tantos otros, hacia Madrid en el verano del 62.

La pobreza era tan cruda que en la mente de la gente de aquel entonces no se veía ninguna perspectiva de poder volver algún día. Por eso se vendía todo lo que se poseía, empezando por la casa. Por eso y por la auténtica necesidad de reunir todo el dinero posible. Mis padres por fortuna no tuvieron que deshacerse de la casa. También es verdad que el principal obstáculo, la casa en Madrid, ya lo tenían solucionado.


sábado, 26 de mayo de 2012

EMILIO LUQUE, MI PADRE (1)


Esta tarde, mientras cosía el dobladillo de un vestido, me he acordado de mi padre y me ha apetecido de pronto recordarlo poniendo aquí lo que escribí sobre él para unas páginas de mi pueblo. Esto fue en enero del 2010.
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Cuando el cáncer empezó a atacar fuerte a mi padre, vivió un tiempo conmigo en Toledo. Uno de los primeros días bajó a tomarse un vino, como era su costumbre, a un bar cerca de casa. Por suerte, nunca tuvo dolores y pudo, casi hasta el final, hacer una vida normal. Así, la primera vez que bajó al mismo bar adonde yo había ido durante los dos años que llevaba abierto a tomar alguna caña y a comprar el pan casi a diario, se hizo amigo del dueño, averiguó que estaba casado con una nieta de Montoya (tabernero de mi pueblo), que vivían en un pueblo de Toledo y a qué se dedicaba toda la familia. Cuando fui a recogerlo allí, el dueño del bar, que me había visto en multitud de ocasiones, me trató de forma diferente y, como casi todo el mundo que ha conocido a mi padre, alabó su simpatía y su carácter alegre. Relato aquí esta anécdota porque describe perfectamente cómo era, cómo se comportaba a pesar de su minusvalía: era sordo.

Mi padre con su hermano mayor
Mi padre, Emilio Luque Gordillo, nació en Peñarroya (Córdoba) el 24 de noviembre de 1921. Su padre, Manuel, era oriundo de Bélmez y su madre, Emilia, de Peñarroya, donde tuvo a los tres hijos que le vivieron: Manuel, Emilio y Adela, aunque ésta nació cuando ya vivían en La Garganta (Ciudad Real), mi abuela se iba a dar a luz al pueblo donde residían sus padres.

Cuando nació, Emilio era un niño hermoso y sano pero a la edad de dos años fue aquejado de grandes fiebres debido a la meningitis. La penicilina, que hubiera cortado la enfermedad de raíz, aún no estaba al alcance de todos, y no fue posible evitar la secuela que le dejó la altísima fiebre: sordera.

Por ignorancia, hemos llamado siempre sordomudos a los sordos. Ahora, las asociaciones de sordos reivindican su verdadero nombre. Ellos, en efecto, no son mudos, pueden hablar. Es verdad que, al no poder oírse y sin nadie que los guíe, muchos hablan mal o con la voz distorsionada. Afortunadamente hoy en día se cuenta con especialistas que los enseñan. Recientemente, además, acaban de ver reconocido oficialmente el lenguaje que utilizan para entenderse entre ellos y con los demás: la lengua de signos. Quiero recordar aquí que la sordera es una gran desconocida, ha estado poco atendida y los sordos sufren de más impedimentos y mayor aislamiento del que se aprecia a simple vista, precisamente porque su minusvalía pasa desapercibida con frecuencia.

Mi abuelo empezó a trabajar para la compañía del ferrocarril “Peñarroya” en los primeros años veinte del pasado siglo en el pueblo del mismo nombre. Allí, durante esos años, fue teniente de alcalde por el partido socialista de Pablo Iglesias. Era también ugetista y en su casa se recibía el boletín del partido y del sindicato puntualmente.

Hacia finales de esa década fue trasladado a La Garganta (C. Real). Se estaba construyendo entonces la línea que uniría Peñarroya con Puertollano por tren. Allí trabajó como jefe de la subestación eléctrica. Al principio vivieron en el pueblo, separado de la estación de ferrocarril, y mi abuelo bajaba diariamente hasta la subestación, hasta que le dieron vivienda (seguramente antes no estaban hechas) en una de las casetas situadas enfrente de la estación.

Mi abuelo enseñó a leer y escribir a mi padre siendo éste bien pequeño y cuando tenía más o menos siete años lo envió a estudiar a una escuela especializada en Madrid. No estuvo mucho tiempo, creo que no llegó a tres años. Con la alteración y los desórdenes que se originaron a la llegada de la República, mi abuelo pensó que podía haber problemas y se lo trajo a La Garganta. Debía tener entonces unos diez años.

Mi padre, en el colegio de Madrid.
Durante este tiempo, el hijo mayor, Manuel, permanecía en Pueblonuevo en casa de una tía paterna estudiando en el instituto de segunda enseñanza. Sólo se desplazaba a La Garganta durante los veranos y las vacaciones de Navidad.

Mi padre me ha contado mil anécdotas de su niñez en La Garganta. El abuelo Manuel era muy serio y exigente. Lo levantaba todos los días a las 6 de la mañana y se lo llevaba al campo a “acarear” la comida del día. Esto, según mi padre, lo hacían todos los días del año sin excepción. Salían con la escopeta, con trampas o con lo que fuera y enseguida venían con un conejo, una liebre, un par de perdices, etc. Mi padre tenía la obligación de llevárselos a su madre ya despojados de pieles o plumas, listos para cocinar. Otras veces, las menos, tocaba pesca. Él se quedaba limpiando lo pescado o cazado y mi abuelo se iba puntualmente a su trabajo. Cuando terminaba su horario, aprovechaba la mesa del pequeño despacho que tenía en la subestación para dar clase a los niños que no podían ir a la escuela.

Los años de la guerra los pasó también mi padre en La Garganta. Al comienzo de ésta, su hermano mayor, Manuel, seguía en Pueblonuevo estudiando y haciendo sus pinitos como poeta en el boletín que editaba el Instituto. También escribía de vez en cuando algún artículo en el periódico “El Ideal”, ‘Órgano de la clase obrera de la Cuenca y portavoz de las ideas socialistas’, editado en Peñarroya-Pueblonuevo. Allí ya dejaba ver su tendencia socialista y, por eso, a raíz del golpe de estado de Franco, tuvo que quitarse de en medio y regresó a casa de sus padres. Su idea era ir a luchar al lado del gobierno legalmente constituído y contra los insurrectos, pero mi abuelo no se lo permitía porque aún no había cumplido los 18. Hasta que un día, mintiendo, pidió dinero prestado a una vecina amiga de su madre, Cesárea, y fue a alistarse. Mi tío Manolo, así lo llamábamos, estuvo en varios frentes durante el tiempo que duró la guerra y cuando ésta terminó, se encontraba en Barcelona. Tuvo el tiempo justo de pasar la frontera y, como tantos españoles, fue a dar con sus huesos en un campo francés de refugiados. Aunque lo pasó mal, las condiciones de este campo no tenían nada que ver con las que le tocó sufrir cuando, luchando en la resistencia francesa contra los nazis, acabó prisionero en un campo de concentración en Austria. Pasó toda la Guerra Mundial prisionero en unas condiciones espantosas hasta que fue liberado por los aliados. Por supuesto, como “rojo” reconocido tenía totalmente prohibido entrar en la España de Franco.

Mi abuelo, previsor, pensó que mi padre, puesto que no había podido continuar en la escuela, sólo podía tener acceso a una profesión de tipo manual. Le ofreció llevarlo a aprender el oficio de zapatero o sastre. Mi padre eligió este último.  Empezó las primeras lecciones en Peñarroya, en casa de una tía materna pero por aquellos años había un sastre que venía a Conquista (pueblo distante 9 kilómetros de La Garganta pero perteneciente a la provincia de Córdoba) desde Villanueva. Allí siguió mi padre como aprendiz. Aprendió pronto y enseguida puso un pequeño taller en el “Rinconcillo”, ya entonces y todavía hoy vivienda del maestro Don Vidal, en Conquista.
El patio de la sastrería de "El Rinconcillo". Mi madre a la máquina de coser, mi tía Mariquita  con la plancha  


Mi padre, siempre elegante, a la derecha.
Al acabar la guerra, mi abuelo fue encarcelado, a pesar de no haber tomado parte en la contienda y haberse mantenido al margen cumpliendo escrupulosamente su trabajo. Pero no tenía las mismas ideas que los vencedores (pensar era peligroso en la nueva etapa) y eso había que hacérselo pagar. Así que, además de cárcel, la compañía lo expulsó del trabajo y se quedó en la calle.

De pronto, una familia se queda sin trabajo y sin casa. Mi abuelo, para la época, era ya un hombre viejo. Mi abuela empezaba  a sentir los primeros síntomas de lo que luego vendría: la pérdida de movilidad que acabaría convirtiéndose en parálisis. De todas formas no se arredró. Cogió a la familia y se trasladaron a Conquista, población mayor que La Garganta y donde mi padre tenía el taller, a una casa de alquiler. Eran habitaciones con derecho a cocina, como era costumbre antes cuando uno no podía pagarse una casa propia. La casa pertenecía a  los Molero, con los que la compartían, en la actual calle Sol. El cabeza de familia se vio forzado entonces a hacer todo tipo de trabajos. Arreglos de carpintería, estaño, barro, hierro, electricidad, confección de todo tipo de trampas para animales, etc, etc. Afortunadamente era muy hábil y mañoso, además de emprendedor. Lo mismo hacía una ventana, que construía un aparador, lo mismo un cacharro de latón que una radio.

 En los años de La Garganta vivían en la abundancia, ya que tenían gallinas, cabras, colmenas, huerto. Aprovechaba toda la riqueza del entorno y todo de lo que se pudiera sacar algo, pues para él era primordial que sus hijos se prepararan y eso, en aquellos tiempos, con los sueldos que había, costaba mucho trabajo. Además ninguno podía estudiar en el sitio donde vivían, con lo cual todo se hacía más costoso. La gente le llevaba las escopetas para que las ajustara y, estando en Conquista, inventó una incubadora con unos artilugios que rellenaba de picón, donde consiguió criar pollos. Mi abuelo hacía a todo y de todo entendía, también enseñó a mi padre todo lo que él sabía. En Conquista tenían un par de podencos y seguía conservando su escopeta, que no sé qué mañas se daría para esconder porque por supuesto no tenía permiso de armas ni podía disponer de él.



lunes, 7 de mayo de 2012

Escribir


Últimamente estoy rompiendo todas las normas trayendo aquí opiniones políticas y copias de otros, pero cuando no puedes resistir una tentación, lo mejor es caer en ella.

He leído muchos artículos y opiniones sobre los motivos que nos llevan a escribir, pero no he leído nada tan completo, atinado y redondo como este artículo de Ángel Gabilondo. ¿Qué puede hacer una aprendiza de escritura (y pintura, genial la idea del cuadro) como yo, sino traerlo aquí tal cual? 


Alguna vez he intentado poner sobre el papel qué me mueve a escribir, más que nada para explicármelo a mí misma, aunque me daba un poco de pudor hablar de mí como escritora siendo una aficionada, pero es verdad que muchas veces me he preguntado por el origen y las razones de esa necesidad. En esas, me he topado con este artículo en El País.

El afán de escribir

Por:  07 de mayo de 2012
Remix CC de Mike Licht sobre el Vermeer...Vivimos en la escritura, entre escritura. Algo nos empuja a escribir. Para empezar, que no todo va bien. Ni siquiera casi todo. Sentimos la necesidad de crear y de concretar nuevas formas y posibilidades de vida. Y de decirlo y hacerlo expresamente por escrito. De mil maneras persistimos en ello o huimos de dejar constancia en documento alguno. O firmamos, o ratificamos, o nos adherimos o nos desmarcamos. No hace falta ser escritor ni considerarse tal para proceder una y otra vez a escribir. Podría disiparse la cuestión subrayando que necesitamos expresarnos, dejar dicho lo que pensamos, explicarnos, justificarnos, hacer valer nuestras razones. Precisamos a veces transmitir lo que nos inquieta, incomoda, provoca o alienta, pero aún eso resultaría insuficiente para responder alafán que nos impulsa. Otras, transcribir lo que pensamos, y no pocas escribirlo para ver si somos capaces de llegar a pensarlo y a sostenerlo, o al menos a entenderlo.
Hay razones de más envergadura que no siempre resultan eficaces, por ejemplo la de quienes consideran que escribimos para espantar la muerte. Tampoco es imprescindible pasar a la historia y, sobre todo, no hay prisa. La necesidad de producir una huellauna marca, es más que la de dejar testimonio, pero son compatibles. Nuestra propia identidad colectiva se afirma y confirma asimismo por un conjunto de textos. Y la difusión de las leyes comporta su promulgación.
Escribimos, nos escribimos, como modo de cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos. Es lo que Foucault denomina “la escritura de sí”, que viene a ser todo un proceso de constitución de uno mismo. Nos desenvolvemos en entornos de inscripción. Nos vamos configurando entre notas, consideraciones, reflexiones, comentarios, anotaciones, recados, avisos, ensayos, estudios y tantos otros textos que de una u otra manera han requerido y requieren una acción de escritura. Y que forman parte de lo que somos y deseamos. Y en esa vorágine se desenvuelven nuestros afectos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras convicciones y nuestros conceptos. Proseguimos escribiendo porque ninguna palabra o frase recoge de modo definitivo aquello que no se reduce a lo que ya sabemos ni a nuestro modo de saberlo. También nuestras dudas y nuestras necesidades nos alientan, nos desafían y nos impulsan como inserciones inscritas. Y como signos de escritura sostienen nuestra decisión de buscar crear una y otra vez condiciones expresas y con incidencia para que la palabra justatenga materialidad.