jueves, 31 de mayo de 2012

EMILIO LUQUE, MI PADRE (y 3)


Como ya señalé antes, poco después del desgraciado accidente de mi padre mi tío Manolo pudo regresar a España y una forma de emplear su dinero fue la adquisición de viviendas, que en aquellos años proliferaban como setas, conformando el horrible urbanismo, en los alrededores de las ciudades, que todos conocemos. Madrid no se libró; al contrario, fue la avanzadilla. Nosotros, como tantos emigrantes de la época, acabamos con “un piso en Moratalaz”, lo cual no estaba nada mal para empezar.

Mis padres no vendieron la casa pero sí todo lo que contenía. Se deshicieron de todos los muebles que provenían de mis abuelos paternos y de casi todos los utensilios; unos a precios irrisorios y otros regalados. Vendieron las camas de madera, las de hierro, el aparador que había hecho mi abuelo y que llevaba sus iniciales, sillas, mesas, lavabos. Vendieron la mesa grande donde mi padre cortaba y el gran espejo que presidía la sastrería. Todo porque el piso ya estaba amueblado; estaba amueblado sí, pero lleno de cosas inservibles, feas, poco prácticas y, sobre todo, no era lo nuestro. Lo único que salió de Conquista fue la máquina de coser de mi padre, las grandes tijeras de cortar, junto con la regla, la escuadra y la caja con todo tipo de hilos, metro, alfileres, tijeras más pequeñas, agujas, dedales, jaboncillos, etc. También algunos cacharros de cocina. Todo  viajó con nosotros hasta la estación de Atocha metido en un gran baúl.

Nunca olvidaré la sensación de la llegada a esa estación, de noche, el bullicio, la búsqueda de un taxi. Me imagino la impresión de mis padres, cargados de bultos, con tres niños pequeños y un futuro tan incierto.

Ya estábamos en Madrid pero la situación no era nada halagüeña. Mi madre, de carácter tímido y apocado, se encontró de pronto en un medio hostil, con tres hijos, un marido sordo que apenas se podía comunicar con los demás y con problemas de movilidad y, por supuesto, sin trabajo. Los primeros tiempos fueron verdaderamente duros. Mi padre empezó a trabajar a destajo para grandes fábricas de confección que pagaban miserablemente. Mi madre iba a recoger las piezas que venían ya cortadas y luego las tenía que devolver cosidas. Si alguna no era del gusto del que las recibía, no le pagaban. Con cada fábrica donde iba a pedir trabajo, primero tenía que pasar la prueba: le daban una pieza, un mono, un pantalón, que debía coser para comprobar sus conocimientos. Esta prueba muchas veces era gratis.

Mi madre llegaba hecha polvo cada vez que regresaba de alguna entrega pues el peso era grande y la mayoría de las veces las fábricas estaban en el extrarradio y tenía que coger varios medios de transporte. Mi padre, mientras tanto, cosía desde que se levantaba hasta la noche.

Pronto empezó a hacerse con clientela. Al principio alternaba los clientes propios con lo que cosía para los fabricantes. Mi padre no hacía ascos a nada. Lo mismo daba la vuelta a un abrigo que sacaba una falda de unos pantalones viejos. Al final ya se permitía el lujo de elegir y pronto llegó el momento de tener más clientes de los que podía atender. Empezó también a coser ropa de mujer, sobre todo muchos trajes pantalón y abrigos, aunque también se atrevía con las faldas e incluso con los vestidos. Pero no por eso subió los precios, cosa que podía haber hecho perfectamente. Muchas veces se lo recriminamos, sobre todo con los arreglos, en los que había que invertir más tiempo que en lo nuevo y, como le daba apuro, cobraba menos de lo necesario. Siempre nos contestaba lo mismo: “¡a ver!” Todo esto que yo cuento en unas pocas líneas no ocurrió de la mañana a la noche, hubo muchos malos momentos y muchos sinsabores. Estuvo trabajando casi hasta los 70 años y, a partir de ahí, aunque ya estaba retirado, si llegaba alguien y le rogaba mucho, lo atendía. Quizá fuera en los últimos cinco años –murió a los 80- cuando ya apenas cosía nada, si no era algún favor que le pedíamos los hijos. Tuvo buena vista casi hasta el final. Con esto quiero decir que siguió enhebrando las agujas de ojo minúsculo. Es verdad que al final aparecieron las cataratas, pero ya era demasiado tarde para operar, su tiempo se estaba acabando.

Durante la época de Madrid, cambió unas cuantas veces de modelo de máquina de coser, aunque él era reacio a los cambios y se resistía (también porque era poco gastoso). El mayor salto fue un motor eléctrico que incorporó a su máquina de toda la vida y luego su primera máquina eléctrica, eso sí que era como “coser y cantar”, nunca mejor dicho.

Para planchar, en Conquista utilizaba tanto las planchas antiguas con una chimenea que había que llenar de ascuas, como las macizas de hierro. Éstas también vinieron con nosotros a Madrid. Aquí siguió utilizando sus planchas de hierro de toda la vida, primero arrimándolas a la placa de carbón de la cocina que tenía el piso y luego, cuando ésta desapareció, a la cocina de butano. Jamás utilizó una plancha eléctrica, a pesar de que le regalamos alguna.

Y ahora viene lo más difícil para mí: hablar de él, de su carácter. Tengo que hacer un gran esfuerzo. Por eso, quizá instintivamente, lo he dejado para el final.

Mi padre era habilidoso con las manos, igual que mi abuelo: le enseñó de hecho todo lo que sabía. Alguna vez lo vi en Conquista pegar algún asa con estaño a aquellos vasos de hojalata que se hacían con las latas de leche condensada o poner una laña en una tinaja que se había abierto o cortar un cristal sobrante de alguna ventana para ponérselo a un cuadro, o  hacer una instalación eléctrica en una habitación. Cuando yo era muy pequeña me extrañaba que mi casa estuviera llena de herramientas, podías encontrar todo tipo de tenazas, alicates, destornilladores, leznas, limas y un montón de utensilios más que no sabría nombrar. Por supuesto todo en varios tamaños. Mi padre también heredó del suyo la pericia para poner trampas. No necesitaba irse muy lejos. A la caída del mismo cerro donde estaba nuestra casa solía poner las pequeñas para gorriones o lo que cayera. Como era puro optimismo, nos avisaba a la familia con gran entusiasmo del tiempo que tardaría en caer la presa: “cinco minutos”, decía mientras abría la mano con los cinco dedos bien extendidos. Él, desde la ventana de la sastrería se ponía a vigilar mientras cosía hasta que enseguida oíamos el “ya”. Lo celebraba como un niño.

Era de carácter muy alegre, optimista empedernido y bromista. Adoraba hacer juegos de magia y embobar a niños y mayores. Manejaba las manos a su antojo y, si él no te explicaba el truco, desde luego era imposible descubrirlo. Hacía muchos juegos con las cartas, con monedas, pero también con muchas otras cosas. Recuerdo uno que hacía al principio con garbanzos y una boina. Los garbanzos entraban y salían de debajo de la boina sin que nadie entendiera cómo. Bueno, sí: por arte de magia. Siempre estaba dispuesto a reír, a contar chistes, a gastar bromas y a animar a mi madre, de por sí decaída. También tenía su punto de ironía. Cuando alguna vez llegaba a casa más tarde de la cuenta, decía que venía de misa, él, que consecuente con su ateísmo, jamás pisó  una iglesia. Desde luego conseguía su objetivo: todo el que escuchaba la excusa se echaba a reír.

Le gustaban y practicaba todos los juegos de mesa: ajedrez, damas, dominó, parchís y por supuesto naipes, ya fuera tute, mus o cualquiera por el que le preguntaras.

Voy a poner algún ejemplo de hasta dónde llegaba su sentido del humor. Recuerdo el día de los Inocentes. Desde por la mañana temprano se dedicaba a recortar muñecos de papel que pegaba en la espalda de todo aquél que pillara. En la sastrería había muchas espaldas disponibles. En cuanto lograba colocar uno nos avisaba y nos pedía silencio poniéndose el índice en los labios y sofocando la risa. También ese día preparaba con mucha parsimonia unos polvorones y una copita de anís que ponía en una bandeja a la entrada de la casa para invitar a toda aquél que pasara. La gente no se extrañaba porque tanto uno como otros eran propios de la época del año, el anís por la matanza y los polvorones por la Navidad. Los invitados descubrían que los polvorones eran rodajas de nabo enharinadas y envueltas primorosamente en aquellos papelillos antiguos con las puntas rizadas. Más de uno hincaba el diente. El anís era, por supuesto, agua del pozo.

 Cuando mi padre bajaba “al pueblo”, así hablábamos los de la estación, siempre subía contando todo tipo de historias, quién se había puesto enfermo, tipo de enfermedad, estado de fulanito y de menganito. Veía a todos y de todos traía noticias, de los del pueblo y de los emigrantes, cosa que siempre nos extrañó en casa pues  la gente solía dirigirse a él dando grandes voces, creyéndose que así los iba a entender. Igual pasaba cuando iban a la sastrería a tomarse las medidas y hacer algún encargo: gritaban como descosidos y no se daban cuenta de que mi madre, que hacía de traductora la mayoría de las veces, no emitía sonido alguno para comunicarse con él. Tenía la capacidad, a pesar del poco tiempo que estuvo escolarizado, de leer los labios, siempre que la persona que tenía enfrente pusiera un mínimo empeño en articular lentamente acentuando el movimiento de los labios para facilitárselo.

Después del accidente y de contar con la prótesis mi padre volvió poco a poco a ser el mismo y a tener el mismo buen humor, claro que ya no podía perseguir corriendo a los chiquillos que se metían conmigo, ni podía subir a la altísima escalera de madera que había para acceder a la cámara (cueva de Ali Babá nunca bien explorada) con la facilidad de antes.

Ya en Madrid y a pesar de las penurias económicas del principio, a mi padre le gustaba sacarnos por el centro. Mi madre se quedaba con mi hermano pequeño o con mis dos hermanos la mayoría de las veces y mi padre y yo salíamos los domingos. Siempre me llevaba a algún sitio nuevo. Recuerdo la primera bamba de nata que me compró en una preciosa pastelería que había en el primer tramo de la Carrera de San Jerónimo. Qué lujo y qué rica. Además, doble disfrute, pues era secreto, no había que decírselo a mi madre.

Contactó enseguida con la asociación de sordos de la que él había sido miembro cuando estuvo estudiando en el colegio, recuperó a antiguos compañeros y se hizo de nuevos amigos. A mi padre Madrid le dio vida, mientras a mi madre se la quitaba.

Al yo crecer, dejé de acompañarlo y él se iba cada domingo y cada sábado por la tarde con amigos, normalmente matrimonios, y pasaba las tardes fuera. Mi madre, siempre con tendencias depresivas, nunca quiso acompañarlo.

Cuando se enteraba de dónde vivía algún paisano, allí que se presentaba, ya fuera en Móstoles o en Alcorcón y no quiero decir si éste ponía un bar o algún establecimiento público, entonces lo visitaba con frecuencia. Estaba enterado de dónde vivía todo el mundo y se conocía al dedillo todos los medios de transporte.

Su buen humor y optimismo le duraron hasta el final. Por desgracia tuvo que pasar varias veces por el quirófano. Durante sus estancias en el hospital conseguía caerle bien a todas las enfermeras y personal médico. Cuando venían a extraerle sangre o a hacerle alguna prueba, todavía tenía ganas de gastarles bromas.

Cuando iba en la camilla camino del quirófano y veía a mi madre con la cara demudada por la preocupación, levantaba los brazos al aire haciendo imitación de bailar sevillanas para intentar buscar su sonrisa. Durante toda su enfermedad, jamás expresó una queja.

Cuando he contado a mis hermanos que estaba escribiendo algo sobre mi padre me han dicho: no dejes de decir que todos estábamos orgullosísimos de papá. No lo haré, creo que no hace falta.




 Fumador empedernido, aquí intentando ocultar su cigarro.

2 comentarios:

  1. Me gusta tus historias familiares. Yo no me atrevo a hablar de mi familia. No en un blog público.
    Pero creo que un día tengo que decidirme y hacerlo.

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    1. Paloma, como digo por ahí en algún sitio, escribí estas páginas para una revista local. Una vez escritas, piensas en tus hermanos, en tus allegados... y lo alargas... luego en tus nietos y quieres que conozcan la historia. También está el querer tener todo en un único archivo (el blog), etc. Todo esto te lo cuento para confesarte que yo también lo estuve dudando mucho y, al final, me decidí. De todas formas creí que mi blog sería para unos cuantos pero al final la cosa se va extendiendo. Gracias por hacer algún comentario. Se agradece.

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