domingo, 25 de noviembre de 2012

TURISTA EN TU CIUDAD.


Que vengan amigos de fuera a visitarte es una oportunidad única para ver tu ciudad de otra manera. Miras con otros ojos, paseas y te detienes en lugares donde, en tu ajetreado día a día, no reparas, pasando a pie o en coche a toda velocidad. En otras palabras, te conviertes tú mismo en un paseante ocioso, un callejero curioso, un turista en tu ciudad.

Viviendo aquí, en Toledo, pasas por el Valle de camino hacia alguna parte, y raramente te paras, sin prisas, a echar un vistazo a esa ciudad que se te ofrece al otro lado del río siempre sorprendente por muy vista y sabida.

Precisamente en ese Valle que no es tal hicimos nuestra primera parada este viernes de noviembre. Es un día de niebla y son las doce de la mañana, justo cuando el sol empieza a calentar y a disiparla despejando el río, de forma que ves claras y luminosas  las casas  de la orilla opuesta que lo bordean pero la bruma cubre las de arriba, ascendiendo hasta llegar a la catedral, completamente  oculta todavía. Pero si sigues contemplando el espectáculo, en breves momentos atisbas su silueta porque sabes que está ahí, que ese es el sitio y avisas a tus amigos de que empieza a dibujarse y casi mientras se lo dices aparece ya nítida la aguja de su torre.

Como decía, si vienen amigos y quieres mostrarles tu ciudad, haces de guía y te paras con ellos a contemplar las filigranas de los capiteles de Santa María la Blanca, los detalles de las yeserías del arco de la sala principal de la sinagoga del Tránsito, vuelves a mirar el río desde ese pequeño espacio cercano de esparcimiento alfombrado de ocres otoñales y degustas, si hace falta, un mazapán en Santo Tomé. Vuelves a patear callejuelas por donde hace tiempo que no transitas y otras que, de tan sabidas, ni las ves. A veces son ellos quienes te hacen caer en detalles inadvertidos u olvidados. Plaza del Ayuntamiento, San Pedro Mártir, mezquita del Cristo de la Luz… arquitecturas medievales, renacentistas, del pasado siglo y del actual ¿Un poco de saturación tal vez? No, no lo creo, han sido varios días y mucha charla, muchos recuerdos, confesiones, mucha convivencia de la buena.

domingo, 11 de noviembre de 2012

PESADILLA







Llevaban casados más de veinte años y, por problemas prácticos, hacía ya un tiempo que habían decidido dormir en habitaciones separadas. Lo hicieron  desde que eso fue posible, una vez emancipado el primero de los hijos.

Para ir hacia la cocina, Carmen tenía que pasar delante de la habitación de su marido. Cuando alguna vez se levantaba a medianoche para prepararse un vaso de leche con miel e intentar conciliar de nuevo el sueño, lo oía roncar. En cambio por la mañana, al despertar, cuando salía sigilosa y ligera hacia su primer café Alberto ya estaba levantado y solía encontrarlo allí trajinando sobre el mostrador. En el preciso instante en que salía al pasillo, ella sabía si él estaba o no levantado, aunque la puerta de su habitación estuviera siempre cerrada. La pista se la daba la puerta de la cocina. Si estaba cerrada para impedir que los ruidos salieran al exterior, él estaba dentro y la claridad amarillenta de la luz eléctrica se colaba  por la rendija de abajo.  En verano, la luz era blanca y natural del sol que entraba a raudales durante las primeras horas de la mañana. En cambio si la puerta de la cocina estaba abierta es que él todavía dormía, y seguía como se quedaba todas las noches: de par en par. 

Pero, esa mañana, la puerta de su cuarto, habitualmente cerrada, estaba entreabierta y Alberto estaba dentro con una mujer a la que despojaba del abrigo en una postura un tanto extraña, más bien parecía una abrazo aprovechando que tenía que coger la prenda por las solapas y tirar de ella hacia atrás. Carmen se quedó un poco sorprendida porque encontró que la postura era muy amorosa. Estupefacta, siguió contemplando la escena mientras comprobaba que todo se correspondía con lo que en un principio le había parecido. Se abrazaban tiernamente. No había duda. Carmen, sin salir de su asombro, abrió un poco más la puerta y, todavía incrédula, preguntó: ¿esto qué es?. Alberto y la extraña callaron azorados durante un momento pero, una vez pasado el primer estupor al verse sorprendidos, él empezó a explicar la situación. Era una compañera del taller de teatro al que asistía dos veces por semana.  Congeniaron bien, habían empezado quedándose a charlar un rato a la salida, luego a prolongarlo tomándose algo y, al final, había ocurrido: se habían enamorado.

Carmen pensó inmediatamente que tenía que llamar a Carlos. Y,  sin darles tiempo a reaccionar, añadió: quiero la separación. Cómo salieron esas palabras de su boca tan de inmediato era algo que todavía le costaba comprender. Era todo muy veraz y al mismo tiempo  irreal. La situación, tras la primera sorpresa, le pareció de lo más normal y puesto que ya era inevitable intentó poner las cosas fáciles. Con una sangre fría sorprendente les ofreció su habitación, más amplia y con una cama más grande para que estuvieran más cómodos y rápidamente sacó sus cosas de allí, se vistió y salió a la calle. Necesitaba desaparecer de la escena. Mientras salía pensó que tenía que decirle  rápidamente a Carlos que se iba con él a Valencia. Carlos era aficionado a la Fórmula1 y ese fin de semana corría Fernando Alonso con su nueva casa, Ferrari.

Carlos fue uno de los primeros novietes que tuvo Carmen en su primera juventud, recién llegada a Barcelona. Estuvieron tonteando en varios momentos; si  uno de los dos se cansaba o encontraba algo mejor, lo dejaban para volver a reencontrarse cuando cambiaban sus respectivas situaciones. Cuando Carmen se casó estuvieron varios años sin saber nada uno del otro, hasta que un buen día se encontraron por la calle. Se tomaron un café rápido –ambos iban con prisa- y se dieron sus nuevos teléfonos. A partir de ese momento se empezaron a ver con cierta frecuencia, aunque sabiendo los dos que su situación era extraña, difícil y, posiblemente, así tendría que mantenerse durante no se sabía muy bien cuánto tiempo, tal vez durante toda la vida. En todo caso, ninguno se planteaba ningún cambio por el momento, estaban a gusto así. Carlos era un escape para momentos de agobio. Este lo era.

Carmen anduvo vagando sin sentido, sin darse cuenta de con quién se cruzaba ni las calles que atravesaba. De pronto, sin saber cómo, se encontró en un descampado lleno de chatarra, cacharros inservibles, como en esos cementerios de coches inmensos que salen en las películas americanas pero colocados sin orden ni concierto y todo con aspecto viejo y mugriento. Cuando miró en el bolso para llamar a Carlos no tenía el teléfono. Con las prisas y el nerviosismo había olvidado cogerlo del cuarto de baño, donde lo había dejado cargando la noche anterior. Carmen se dio inmediatamente la vuelta para salir de allí, pero le resultaba imposible, las veredas  y caminos se entrecruzaban formando un laberinto cada vez más enrevesado, las piernas de pronto no obedecían, esforzándose por avanzar, apenas podía dar unos pasos cortos. Súbitamente, una neblina se había instalado a su alrededor sin siquiera percartarse de cómo había empezado. Sentía sus pies de plomo y el terreno como si fuera alquitrán o un barro espeso y pegajoso en el que se quedaban los pies semihundidos. Con mucho esfuerzo, agotándose a cada paso, empezó a dejar atrás los restos ruinosos y poco a poco comenzó a ver a gente y algunas construcciones con apariencia de calles. Digo con apariencia porque eran casuchas, una especie de chabolas desperdigadas aquí y allá con aspecto ruinoso. La gente la miraba con cara de pocos amigos, como si fuera una intrusa. Lo era. Empezó a sentir miedo en el estómago. Una chiquilla de unos siete años, esquelética y andrajosa, se le enfrentó. Ella aceleraba el paso todo lo que podía pero no conseguía andar normalmente. Imposible avanzar deprisa. En sus muchos intentos, comprobó que andando de lado, dando  saltos juntando un pie con otro, como hacía de pequeña, era como más avanzaba, pero era consciente de que esta forma estrambótica de andar llamaría la atención. Instintivamente empezó a bajarse las mangas y subirse el abrigo hasta el mentón para taparse el cuello y ocultar el collar y las pulseras que llevaba, pues observaba con espanto cómo las miradas iban ahí. Casi tropezó con un hombre que parecía cuidar  a una anciana desdentada delante de una casucha. Malencarado, le espetó al pasar: "a ésta no hay que dejarla salir sin darle un repasito”.

El corazón le latía con fuerza, desbocado.  Ahí se despertó con la primera sensación de decir: ya está, estoy en casa, tengo teléfono, voy a llamar. Había salido a medias del sueño. Instantes después se dio cuenta de que sí, estaba en casa, pero no tenía que llamar a nadie porque –ahora sí era ya plenamente consciente- todo había sido un sueño vivido como la más pura realidad. Extendió los brazos y todavía con los ojos cerrados palpó las sábanas, la almohada, cerciorándose bien aunque ya no hacía falta. Sí, había sido un sueño, un mal sueño, una pesadilla.