Llevaban casados más de veinte años y,
por problemas prácticos, hacía ya un tiempo que habían decidido dormir en
habitaciones separadas. Lo hicieron
desde que eso fue posible, una vez emancipado el primero de los hijos.
Para ir hacia la cocina, Carmen tenía
que pasar delante de la habitación de su marido. Cuando alguna vez se levantaba
a medianoche para prepararse un vaso de leche con miel e intentar conciliar de
nuevo el sueño, lo oía roncar. En cambio por la mañana, al despertar, cuando salía
sigilosa y ligera hacia su primer café Alberto ya estaba levantado y solía encontrarlo allí trajinando sobre el mostrador. En el preciso instante en que salía
al pasillo, ella sabía si él estaba o no levantado, aunque la puerta de su
habitación estuviera siempre cerrada. La pista se la daba la puerta de la cocina. Si estaba
cerrada para impedir que los ruidos salieran al exterior, él estaba dentro y la claridad
amarillenta de la luz eléctrica se colaba por la rendija de abajo. En verano, la luz era blanca y natural del sol
que entraba a raudales durante las primeras horas de la mañana. En cambio si la
puerta de la cocina estaba abierta es que él todavía dormía, y seguía como se quedaba
todas las noches: de par en par.
Pero, esa mañana,
la puerta de su cuarto, habitualmente cerrada, estaba entreabierta y Alberto estaba dentro con una
mujer a la que despojaba del abrigo en una postura un tanto extraña, más bien
parecía una abrazo aprovechando que tenía que coger la prenda por las solapas y
tirar de ella hacia atrás. Carmen se quedó un poco sorprendida porque encontró
que la postura era muy amorosa. Estupefacta, siguió contemplando la escena mientras
comprobaba que todo se correspondía con lo que en un principio le había
parecido. Se abrazaban tiernamente. No había duda. Carmen, sin salir de su
asombro, abrió un poco más la puerta y, todavía incrédula, preguntó: ¿esto qué
es?. Alberto y la extraña callaron azorados durante un momento pero, una vez
pasado el primer estupor al verse sorprendidos, él empezó a explicar la situación. Era una
compañera del taller de teatro al que asistía dos veces por semana. Congeniaron bien, habían empezado quedándose a charlar un rato a la salida,
luego a prolongarlo tomándose algo y, al final, había ocurrido: se habían
enamorado.
Carmen pensó inmediatamente que tenía que
llamar a Carlos. Y, sin darles tiempo a
reaccionar, añadió: quiero la separación. Cómo salieron esas palabras de su
boca tan de inmediato era algo que todavía le costaba comprender. Era todo muy
veraz y al mismo tiempo irreal. La
situación, tras la primera sorpresa, le pareció de lo más normal y puesto que
ya era inevitable intentó poner las cosas fáciles. Con una sangre fría
sorprendente les ofreció su habitación, más amplia y con una cama más grande
para que estuvieran más cómodos y rápidamente sacó sus cosas de allí, se vistió
y salió a la calle. Necesitaba desaparecer de la escena. Mientras salía pensó
que tenía que decirle rápidamente a
Carlos que se iba con él a Valencia. Carlos era aficionado a la Fórmula1 y ese fin de
semana corría Fernando Alonso con su nueva casa, Ferrari.
Carlos fue uno de los primeros novietes que tuvo Carmen en su primera juventud, recién llegada a Barcelona. Estuvieron tonteando en
varios momentos; si uno de los dos
se cansaba o encontraba algo mejor, lo dejaban para volver a reencontrarse
cuando cambiaban sus respectivas situaciones. Cuando Carmen se casó estuvieron
varios años sin saber nada uno del otro, hasta que un buen día se encontraron
por la calle. Se tomaron un café rápido –ambos iban con prisa- y se dieron
sus nuevos teléfonos. A partir de ese momento se empezaron a ver con cierta
frecuencia, aunque sabiendo los dos que su situación era extraña, difícil y,
posiblemente, así tendría que mantenerse durante no se sabía muy bien cuánto
tiempo, tal vez durante toda la vida. En todo caso, ninguno se planteaba ningún
cambio por el momento, estaban a gusto así. Carlos era un escape para momentos de agobio. Este lo era.
Carmen anduvo vagando sin sentido, sin
darse cuenta de con quién se cruzaba ni las calles que atravesaba. De pronto,
sin saber cómo, se encontró en un descampado lleno de chatarra, cacharros
inservibles, como en esos cementerios de coches inmensos que salen en las
películas americanas pero colocados sin orden ni concierto y todo con aspecto
viejo y mugriento. Cuando miró en el bolso para llamar a Carlos no tenía el
teléfono. Con las prisas y el nerviosismo había olvidado cogerlo del cuarto de
baño, donde lo había dejado cargando la noche anterior. Carmen se dio
inmediatamente la vuelta para salir de allí, pero le resultaba imposible, las
veredas y caminos se entrecruzaban
formando un laberinto cada vez más enrevesado, las piernas de pronto no
obedecían, esforzándose por avanzar, apenas podía dar unos pasos cortos. Súbitamente,
una neblina se había instalado a su alrededor sin siquiera percartarse de cómo
había empezado. Sentía sus pies de plomo y el terreno como si fuera alquitrán o
un barro espeso y pegajoso en el que se quedaban los pies semihundidos. Con
mucho esfuerzo, agotándose a cada paso, empezó a dejar atrás los restos
ruinosos y poco a poco comenzó a ver a gente y algunas construcciones con
apariencia de calles. Digo con apariencia porque eran casuchas, una especie de
chabolas desperdigadas aquí y allá con aspecto ruinoso. La gente la miraba con
cara de pocos amigos, como si fuera una intrusa. Lo era. Empezó a sentir miedo
en el estómago. Una
chiquilla de unos siete años, esquelética y andrajosa, se le enfrentó. Ella
aceleraba el paso todo lo que podía pero no conseguía andar normalmente.
Imposible avanzar deprisa. En sus muchos intentos, comprobó que andando de
lado, dando saltos juntando un pie con
otro, como hacía de pequeña, era como más avanzaba, pero era consciente de que
esta forma estrambótica de andar llamaría la atención. Instintivamente empezó a
bajarse las mangas y subirse el abrigo hasta el mentón para taparse el cuello y ocultar
el collar y las pulseras que llevaba, pues observaba con espanto cómo las
miradas iban ahí. Casi tropezó con un hombre que parecía cuidar a una anciana desdentada delante de una
casucha. Malencarado, le espetó al pasar: "a ésta no hay que dejarla salir
sin darle un repasito”.
El corazón le latía con fuerza, desbocado. Ahí se despertó con la primera sensación
de decir: ya está, estoy en casa, tengo teléfono, voy a llamar. Había salido a
medias del sueño. Instantes después se dio cuenta de que sí, estaba en casa,
pero no tenía que llamar a nadie porque –ahora sí era ya plenamente consciente-
todo había sido un sueño vivido como la más pura realidad. Extendió los brazos
y todavía con los ojos cerrados palpó las sábanas, la almohada, cerciorándose bien aunque ya no hacía falta. Sí, había sido
un sueño, un mal sueño, una pesadilla.