Mi
madre tenía 5 hermanos. Cuatro chicas y un chico; con ella eran seis. Como
ocurría en aquellos años, alguno murió en la primera infancia, pero esos son
los que quedaron.
El
día 12 de enero murió mi tía Mariquita, la más pequeña en edad y la última en morir. Su entierro fue muy emotivo
porque todos los primos la queríamos y también porque sabíamos que era un fin
de ciclo. Mi tía era entrañable me atrevo a decir que para todos nosotros. Ella,
la pequeña, y su hermana mayor, Feliza, fueron las únicas que se quedaron a vivir
en el pueblo, las únicas que no siguieron el mismo camino que nosotros. Antes se había ido la tía Ana María y luego siguió el tío José y la tía Juana. Pero la tía Feliza fue la primera en morir, así que Mariquita era
ya la sola que siguió en el pueblo y suponía
una especie de pequeño refugio, un anclaje a lo anterior en nuestras visitas, sobre todo al final, cuando
ya no quedaba la casa de ningún otro tío.
Mi
tía forma parte esencial de mi infancia. Cuando ella se casó yo ya tenía 10
años y hasta entonces había formado parte de mi vida, como acabo de decir. No
sé si porque en la familia eran conscientes del desvalimiento de mi madre,
siempre delicada de salud, o porque mi tía seguía soltera, el caso es que la
recuerdo con mucha frecuencia formando parte de mi familia: en la sastrería,
los domingos cuando salíamos de excursión al puente del triángulo o a las
primeras casetas o también, cómo no, de acompañante a visitar a mis padres a
Córdoba, donde mi padre estaba hospitalizado por el desgraciado accidente
ferroviario. También la recuerdo en situaciones mucho más alegres. Alguna noche
de reyes que se quedó en casa -yo no debía ser tan pequeña- y recuerdo oírlas a ella y a mi madre cuchichear
poniendo los regalos, que para entonces yo ya sabía que eran de los padres.
También
la recuerdo en el huerto, en las pilas cercanas a los pozos donde acompañaba a
mis tías a lavar. Aquellas mañanas eran deliciosas para mí. Supongo que no
tanto para ellas, que debían manejar sábanas y la ropa de toda la semana. Se
salía al huerto temprano, después de haber desayunado, cargadas con la ropa
sucia. El trabajo se prolongaba casi todo el día. Había que enjabonar la ropa,
extenderla sobre el suelo al sol para que éste hiciera su trabajo con las
manchas, volver a lavar y a dar varios aclarados, tenderla a secar y, por
último, doblarla.
Me
gustaba oír hablar a mis tías entre ellas. Y yo creo que a ellas les gustaba que
yo estuviera allí. Hasta que no cumplí 7 años no nació ninguna otra niña en la
familia materna y hasta esa edad estuve rodeada por tanto de primos varones, ocho
para ser exactos. Cuando mi prima Amparo, la siguiente niña, alcanzó los cinco años yo ya tenía doce, por
tanto nunca tuve ninguna prima con la que jugar. Mis tías decían cosas
extraordinarias que yo creía a pie juntillas: si revoloteaba una mariposa
blanca entre las viñas o entre las matas de los pimientos era porque íbamos a
recibir carta de mi tía Ana María, que se hallaba en un convento en Sevilla. Estas cosas solía contarlas la tía Juana, la más interesante -y también la más severa- de mis tías. A
mediodía comíamos la merienda debajo de alguna de las grandes higueras.
Esas mañanas en el huerto ya las empezaba a disfrutar la noche de
antes, yendo a dormir con mi tía Mariquita o, si me tocaba, con el chacho
Calón.
Cuando
ya me fui del pueblo y venía de visita siendo mocita, mi tía me
contaba muchas anécdotas que yo no recordaba. En verano, por ejemplo, en época
de recogida de frutas, melones y sandías, la casa y la cámara se quedaban
pequeñas y había que recurrir a los bajos de las camas como despensa mientras
se consumían o se vendían. Por lo visto una noche que dormía con ella, me debí
caer de la cama y, en la oscuridad, mi tía no me encontraba. En casa de mi
abuela, en aquella época, sólo había una bombilla eléctrica en la entrada
(salón-comedor-cocina) de la casa. Para el resto de las habitaciones o para
subir a la cámara, salir al corral, etc. todavía se usaba el candil. Mi tía
empezó a llamarme en la oscuridad: “niña, niña, ¿dónde estás?” y al fin contesté: “tita, estoy aquí, en las
sandías”.
Al
día siguiente del entierro dejamos el pueblo temprano y mientras atravesábamos
la dehesa escarchada recordaba esta y otras historias que, en aquellos tiempos
sin apenas comunicaciones y por supuesto sin televisión, se repetían en la
familia. También fue ella la que me contó cuando le respondí al chacho Calón
que yo era "más mala" (peligrosa) que todos los animales fantásticos de los que
nos hablaba para embobarnos y meternos
miedo. Por lo visto los dejé a todos boquiabiertos, pero ya he contado que
estaba rodeada de niños y no podía dejar que creyeran que era una cobardica
precisamente por ser niña.
Recuerdo
perfectamente el noviazgo de mi tía, con el novio en la puerta y luego ya
entrando en la casa y su boda. El verano siguiente la acompañé durante 15 días
al cortijo de la familia de su marido, mi tío Juan. Ella ya estaba embarazada y
tenía que atender la casa y preparar la comida de un montón de hombres. No creo
que yo le sirviera de mucha ayuda pero para mí fue una experiencia
enriquecedora e inolvidable. Si alguien no ha dormido nunca al raso, en una
era, sin ningún foco lumínico que entorpeciera el brillo de las estrellas en
kilómetros, no sabe lo que se pierde.
Luego
vino la separación, no sólo de la tía Mariquita, también de mis abuelos, mi
casa, mi escuela, mis amigas, mi sierra, la sastrería, el cerro, la estación,
el arroyo (que entonces llevaba agua), mi entorno, todo mi entorno en
definitiva, todo lo que había sido mi mundo hasta ese momento.
Entonces
empezó para mí otra vida totalmente diferente a la que me costó adaptarme y
cuando casi lo estaba logrando, sufrí un cambio aún mayor con mi traslado a África,
pero ésa es otra historia.
Mientras
escribía sobre mi tía, no he podido dejar de acordarme de mi madre. Recuerdo
viajes al pueblo sola, a la vuelta de África, pero sobre todo, después, recién
casada, llevando a mis padres. Primero solos, y luego con uno, con dos, con
tres hijos. Cuantas veces llevamos a mi madre en coche, lo primero era la
visita, una vez que los abuelos hubieron muerto, a las tías. A todas ellas,
hasta que también poco a poco se fueron yendo, de una u otra forma y al final sólo
quedaba la tía Mariquita.
Estoy
segura de que la próxima vez que vaya, será distinto, algo faltará, igual que
fue muy diferente la primera vez que volví a la casa paterna y ya no pude
gritar en la puerta “mamá” porque sabía que nadie me respondería.