miércoles, 24 de febrero de 2016

Mis recuerdos del 23F



Estos días, con motivo del próximo aniversario del intento de golpe de Estado en 1981 por parte de los militares y encarnado en el teniente coronel Tejero, se está volviendo a hablar mucho del asunto. Hay previstos extensos reportajes en la prensa, la TV1 recupera su Informe Semanal de aquellos días, el equipo Crónica vuelve a emitir un programa de 2006, libros, ediciones especiales, etc. En la radio, en la prensa, vuelve a haber muchos testimonios directos e indirectos de cómo se vivió el acontecimiento.

En casa, con los hijos, se ha comentado varias veces aquella tarde. Pero quiero que mis nietos, dentro de 50 años, sepan, si quieren, cómo lo viví yo.

Esa tarde fuimos a recoger a los niños al colegio, en las instalaciones antiguas del colegio Siglo XXI. A mis hijos, desde bien pequeños, siempre les gustó ir a casa de sus amiguitos, incluso para quedarse a dormir, así que los intercambios eran constantes. Esa tarde, un amigo de mi hijo mayor (ya teníamos a los tres), Iñigo, se quiso venir a casa. Tenían entonces, mi hijo y su amigo, 7 años.

Nosotros, siempre interesados por la política, sabíamos que esa tarde sería la investidura de Calvo Sotelo, después de la renuncia de Suárez y que, además, la retransmitirían por televisión.

En casa éramos enemigos acérrimos de la tele, pero acabamos comprando un aparato pequeño, portátil, en blanco y negro. El hecho de que fuera pequeño parecía menos pecaminoso pues en la casa no ocupaba un lugar central, mejor dicho, no ocupaba ninguno, ya que solíamos guardarlo encima de algún lugar inaccesible. Cuando excepcionalmente queríamos ver algo, buscábamos una banqueta castellana, un poco coja por cierto y allí encima, bastante inestablemente, lo colocábamos. Más de una vez fue al suelo, pero la banqueta no era muy alta y debajo había una alfombra, así que aguantó durante bastantes años.

Pues aquella tarde pusimos ese pequeño televisor en blanco y negro encima de la banqueta y, mientras dábamos la merienda a los niños en la cocina, oíamos de fondo el run-run de las votaciones de los diputados. Hasta que ocurrió lo que todo el mundo sabe. Al principio no aparece el guardia civil pero ya los ruidos y sobre todo las caras y las actitudes de los miembros de la mesa denotaban que algo extraño ocurría. Nada más ver las primeras imágenes nos quedamos atónitos, no sabíamos qué hacer. Mi marido fue extraordinariamente rápido. Tuvo una reacción instantánea. En aquel entonces éramos militantes de la agrupación socialista del barrio. Daniel era secretario general y llamó inmediatamente al presidente de dicha agrupación para que se desplazara allí (la agrupación se abría un poco más tarde) e hiciera desaparecer los archivos de los militantes. Ya sabíamos cómo se las gastan los fascistas cuando toman el poder y desconocíamos cómo se iba a resolver aquello. Cómo no iba a saberlo el presidente de aquella pequeña agrupación, Ramón Araujo, el socialista más honesto (en todos los sentidos de la palabra) que hemos conocido. Ramón estuvo preso por sus ideas políticas durante mucho tiempo y, cuando salió de la cárcel franquista, sus hijos ya eran adultos.

Por eso, cuando Daniel llamó a Ramón, éste se le había adelantado. La experiencia.

Ni que decir tiene que continuamos pegados a la radio y a la tele. Al poco llamaron los padres de Iñigo diciendo que venían a recogerlo. Creo que vivía por Arturo Soria. Lo comprendimos.

En casa no quedaba pan para la cena y bajé a la tienda de abajo. Cuál no sería mi sorpresa cuando me encontré con un montón de gente acaparando víveres por lo que pudiera pasar. La gente ya tenía miedo, las miradas eran recelosas, sobre todo en las personas mayores.

Esa misma tarde vino a casa, a esa plaza "de la gasolinera" que he descrito en la entrada anterior, una pareja amiga, socialistas también, que se quedó hasta que el Rey  salió a hablar en directo y pudimos comprobar todos que aquello había terminado. Antes, con los tanques por las calles de Valencia y el general Milán del Bosch, pasamos miedo. Íbamos de radio nacional a la Ser y de ésta a la tele. He de decir que  me fui a la cama antes porque al día siguiente había que trabajar y yo al menos presentí que el peligro había pasado.

Al día siguiente llevamos a los niños al colegio y yo me fui a trabajar al ministerio en el autobús, eso sí, con el abrigo lleno de pegatinas y chapas. Recuerdo una gran chapa roja del Psoe con el puño y la rosa, otra con el yunque y el tintero, otro broche de cerámica con la bandera de Andalucía y la silueta de mi región y una gran pegatina diciendo “Viva la libertad”. Ahora todo eso me parece un poco ingenuo pero no hay que olvidar que todavía teníamos que luchar por esas ideas: seguían siendo muy mal vistas por muchos.

Para el día 27 de febrero se convocó, por parte de todos los partidos y a iniciativa del Psoe (me suena que la socialista Carmen García Bloise jugó ahí un gran papel), una gran manifestación a la que asistimos cientos de miles de madrileños de todas las ideologías que estaban por seguir avanzando en la senda democrática. He estado en muchas manifestaciones a lo largo de mi vida, pero no recuerdo ninguna tan emocionante ni con tanta gente como aquella. Nunca se me borrarán las imágenes de todas las vías que confluían en la plaza de Carlos V, conocida como Atocha. Abarrotadas por abajo, ocupando los jardines y también las de arriba, las provenientes de lo que se conocía entonces como el scalextric que cruzaba, a distintos niveles, esa glorieta.


Hay un detalle más que quiero señalar porque también tiene relación con esta historia. Cuando el teniente coronel fue condenado a treinta años, rebajados luego a la mitad, ingresó en una prisión militar de La Coruña. Allí tuvo la desgracia de convivir con él porque le tocó ir a vigilarlo, mi hermano pequeño, que entonces estaba cumpliendo su servicio militar. Aquella mili nunca la olvidará tampoco mi hermano. Mientras la tropa pasaba hambre, a Tejero le enviaban diariamente desde todos los puntos de España, tartas, bandejas de marisco y todo tipo de carísimas viandas, así como bebidas alcohólicas, vino, cava, licores… La expresión “vivir a cuerpo de rey” se queda corta para describir aquella estancia en la "prisión" de 60 m2 solita para él.

miércoles, 10 de febrero de 2016

PLAZA DE LA GASOLINERA

Mi barrio.

Yo tengo un barrio, igual que tengo un pueblo. Podría no tenerlo, pero lo tengo. Mi barrio, o lo que yo considero mi barrio, no pertenece a la ciudad donde actualmente habito. Mi barrio es un barrio de Madrid. Adonde llegué con mis padres en los primeros años sesenta y donde viví hasta que definitivamente me fui de Madrid en el año 87.

A los dos años de llegar, ya era mi barrio. Después vinieron los años de África y, a la vuelta, seguí viviendo allí. Luego me casé, pero seguí viviendo en el barrio. Llegaron los hijos y continuamos viviendo allí. Luego de una estancia corta en Sevilla volvimos otra vez al barrio. De haber seguido viviendo en Madrid, es allí adonde me gustaría seguir viviendo.

Recién casada me fui a vivir cerca de mis padres, a una plaza que, lógicamente, tenía un nombre, pero todo el mundo la conocía por la plaza de la gasolinera. En aquel entonces sólo existía esa gasolinera en la zona. A esa plaza daban algunas ventanas de mi casa, aunque otras, incluido el portal, se asomaban a una plaza interior, siempre llena de niños jugando. Luego, a la vuelta de Sevilla, compramos en otra plaza cercana, pero es la plaza de la gasolinera la que queda en nuestra memoria.

Recientemente un hijo mío que había colgado una foto en Internet de cuando él era pequeño jugando al balón delante del portal, recibió una nota de otra persona (niño también en aquella época) diciéndole que aquél también había sido su portal.

Mi hijo nos lo contó y los recuerdos se agolparon.

A esa casa nos fuimos a vivir recién casados como acabo de contar y allí nacieron nuestros tres hijos. Éramos muy jóvenes. Mis vecinas, años después, me confesaron que les sorprendió ver a una delgaducha chica de veintipocos años pero aparentando menos, en pantalón corto, subir y bajar muebles y saber que iba a ser la vecina del segundo.

Siempre he dicho que Madrid es la ciudad más abierta y acogedora de todas cuantas he conocido. Allí fuimos bien recibidos y al poco, los vecinos subíamos y bajábamos unos a casa de otros con cualquier excusa. Juan se presentaba en casa a cualquier hora pidiendo un cigarro porque se le había terminado el paquete de tabaco. De paso, si olía algo en la cocina, él mismo proponía probarlo. Lita nos pidió durante unos meses una máquina de escribir porque la necesitaba para hacer un trabajo y a Isidro y Marisa les regalé unas sillas que nos sobraban. A nosotros nos encantaba visitarlos a todos porque sus casas estaban más animadas; la nuestra estuvo durante unos años vacía de niños. Ellos ya tenían a todos los hijos y siempre éramos bien recibidos, sobre todo en casa de Juan y Mª Nieves. Nieves era enfermera y le hizo a mi hija los agujeros en las orejas cuando ésta ya lo pidió, con cinco o seis  años. Antes, como buena mamá moderna, yo no había querido horadar un cuerpo ajeno sin permiso.

También había algún vecino no tan amable, por qué no decirlo. La mujer del "practiquito", como la llamábamos en casa, usaba zuecos de madera  de enfermera, pero sin la protección de goma de la suela, ya despegada por el uso, para andar por toda la casa a cualuquier hora del día o de la noche. 

A esos vecinos, a los buenos, que nunca hemos olvidado, los visitábamos alguna vez recién partidos de Madrid, cuando acudíamos el barrio, igual que el bar de enfrente, La Alfarería, de tantos recuerdos. Las visitas se fueron espaciando y ahora ya llevábamos muchos años sin noticias. Por eso nos hemos alegrado tanto de este pequeño contacto.

En aquella época, cuando nos veíamos, no nos preocupábamos de cómo estaría la casa, en qué vaso serviríamos el vino o la cerveza y qué pondríamos de tapa. Así era entonces, con aquellos añorados vecinos y con los amigos que nos rodeaban en aquellos años, que eran muchos y que luego se fueron (nos fuimos) desperdigando. Los vecinos y los amigos se presentaban, sin más. Actualmente nadie va a casa de nadie sin invitación previa. Ahora, cada vez que “invitamos” a casa, es un rompedero de cabeza. Hay que pensar en qué le puede gustar a cada uno, que el menú esté bien compensado y equilibrado y que la casa esté impecable. Por supuesto hay que acertar con entradas, primeros, segundos y postres. También hay que tener previsto el aperitivo y después las copas. Todo ello servido en copas/vasos/platos adecuados. ¿Por qué nos hemos complicado así la vida? ¿Son los años, los tiempos, somos nosotros? No sé, pero me gustaba mucho más lo anterior.