VIAJE AL SUR DE FRANCIA
Desde hace algunos años, una pareja amiga de Toledo
nos propone pasar algunos días juntos durante las vacaciones de
verano. Hubo un proyecto a Sicilia que se frustró y algunos otros que sí se
llevaron a cabo: los visitamos en su casa de Mijas y ellos, a su vez, a
nosotros en la nuestra de Conquista.
Ahora él tiene algunas dificultades de desplazamiento
debido a una enfermedad en las piernas y, desde hace algunos años, eligen casas
de planta baja en sitios tranquilos. Esta vez eligieron Ariège, en el sur de
Francia, a los pies de los Pirineos del otro lado, concretamente en el pueblito
de Saint Paul de Jarrat, donde ya habían estado el año pasado. Nos lo
propusieron en el mes de mayo. Su casa era grande y, aunque sus hijos y nietos
los iban a visitar, les quedaba libre la última semana de julio. Decidimos aceptar. Nos apetecía mucho volver a
Francia, concretamente a esa zona que queda justo detrás de Andorra y que no
conocíamos.
Como últimamente nos fatigan los kilómetros en coche,
hicimos un combinado: a Lérida en tren desde Madrid y allí, en un coche de alquiler,
conducir hasta el lugar.
Este viaje, aparentemente cómodo, no lo es tanto. Lo
sería un poco más si viviéramos en Madrid, pero... ¡vivimos en Toledo! Así que
hay que salvar ese primer pequeño obstáculo: un tren desde Toledo a Madrid. Una
vez en Madrid es muy incómodo y una pérdida de tiempo salir de la zona de
seguridad de la estación de Atocha y volver a entrar en ella para tomar el tren hacia otro lugar, en este caso, Lérida. Afortunadamente la espera entre un tren y otro no fue muy larga. El
tiempo justo de hacer el traslado sin agobios de tiempo y tampoco tener que
esperar demasiado.
Una vez en Lérida, el trámite del coche de alquiler
fue rápido, no así la salida de la ciudad, sin indicaciones de ningún tipo. A
esas alturas ya íbamos cansados y aún nos faltaban unos trescientos kilómetros
de carreteras con no muy buen firme y de muchas curvas.
Sobre las tres y media de la tarde paramos a comer. No
teníamos mucho apetito pero el temor a encontrar todo cerrado nos hizo detenernos.
A medida que nos acercábamos a la frontera, la
vegetación se hacía más frondosa y abundante; el cielo se iba cubriendo. Qué
sensación más extraña atravesar una frontera sin apenas darte cuenta. Qué
diferencia de cómo lo hice la primera vez por carretera, precisamente por este
mismo lugar, pero volviendo de Francia. La primera vez absoluta fue en el aeropuerto de Orly, en París, en
tránsito hacia mi primer viaje al extranjero, Yibouti.
Las nubes eran cada vez más bajas, poniendo coronas de
gasa gris perla a los picos y, arriba, el cielo se tornaba más
oscuro. Mi ánimo, creo que también el de Daniel, necesitaba ese frescor húmedo
que respirábamos en las paradas que íbamos haciendo al borde mismo de la
carretera, cuando el terreno lo permitía, para contemplar las altas montañas
llenas de verdor. La lluvia hizo su aparición en varios tramos, pero nosotros
íbamos felices. Teníamos ganas de "norte" y sus peculiaridades, no
importaba que fuese julio.
Con alguna llamada pidiendo información y alguna
parada para lo mismo logramos llegar. Claudia salió a nuestro encuentro en el
centro del pequeño pueblo y nos guió hasta su casa, algo escondida.
La casa, blanca, con grandes contraventanas pintadas
de verde, tenía un gran jardín y un huerto abandonado, que denotaba haber sido cuidado con primor en
otros momentos; la ordenación de los surcos, las plantas, las flores, así lo
indicaban. Había muchos árboles frutales con las ramas vencidas por la cantidad
de frutos que nadie recogía. La parte trasera, adonde daban los dormitorios
estaba sembrada de hortensias que literalmente se metían por las ventanas. ¡Un
espectáculo!
Los cuatro o cinco días pasados allí fueron
tranquilos, con visitas a los pueblos de alrededor. La casa, dispuesta para ser
alquilada, estaba llena de folletos con todo tipo de información sobre los
lugares de interés. Hicimos una selección de aquello que más nos atraía y que
no quedaba lejos pues, pensando en la vuelta, no nos seducía hacer demasiados
kilómetros.
Marcamos para visitar algunos mercadillos de los
pueblos cercanos, donde la gente lleva lo que recoge de sus huertos, jardines,
granjas... y también lo que elaboran con sus manos, no sólo los típicos quesos
y salchichones, sino platos preparados para llevar, con cosas tan impropias del
lugar como unos calamares rellenos.
Estas visitas a los mercados nos servían para conocer
el pueblo, su plaza, iglesia... visitamos la villa y el castillo de Foix, el de
Montsegur, una curiosa iglesia en una gruta en Vals. Los franceses, tan
fantasiosos, le llaman la iglesia "troglodita". El mercado más
importante, también la ciudad, junto con Foix, fue el de Mirepoix, con una
plaza porticada llena de terrazas atestadas de gente, no sé si sólo por ser día
de mercado.
Monument national des guerrilleros. Encontramos muchos apellidos españoles por la zona. |
Camino de estos mercadillos hacíamos incursiones en
pueblos aún más pequeños en los que no encontrábamos a nadie por -a veces- la
única calle. Pero nos encantaba el pintoresquismo de lo rural auténticamente
francés. También disfrutamos del silencio y la prudencia de los vecinos.
Jugábamos con los nombres de las calles y lugares intentando averiguar cuáles estaban escritas en occitano, su significado, su comparación con el francés, español, catalán...
La vuelta la hicimos con más calma. Primer tirón hasta
Puigcerdá, donde nos detuvimos para comer, estirar las piernas paseando el
centro y luego seguir hasta Seo de Urgel, donde
pernoctamos en un hotelito muy agradable y céntrico que reservamos sobre la
marcha sin problemas. Llovía a cántaros cuando llegamos, después escampó. Nos gustó mucho recorrer sus calles mojadas antes de cenar y
recogernos.
Al día siguiente nos dió
tiempo a visitar Lérida y devolver el coche, no sin cierto nerviosismo al final, pues el tiempo se nos echaba encima y el tren no nos esperaría. Llegamos a tiempo.