lunes, 27 de agosto de 2018

VIAJE AL SUR DE FRANCIA


VIAJE AL SUR DE FRANCIA


Desde hace algunos años, una pareja amiga de Toledo nos propone pasar algunos días juntos durante las vacaciones de verano. Hubo un proyecto a Sicilia que se frustró y algunos otros que sí se llevaron a cabo: los visitamos en su casa de Mijas y ellos, a su vez, a nosotros en la nuestra de Conquista.

Ahora él tiene algunas dificultades de desplazamiento debido a una enfermedad en las piernas y, desde hace algunos años, eligen casas de planta baja en sitios tranquilos. Esta vez eligieron Ariège, en el sur de Francia, a los pies de los Pirineos del otro lado, concretamente en el pueblito de Saint Paul de Jarrat, donde ya habían estado el año pasado. Nos lo propusieron en el mes de mayo. Su casa era grande y, aunque sus hijos y nietos los iban a visitar, les quedaba libre la última semana de julio. Decidimos aceptar. Nos apetecía mucho volver a Francia, concretamente a esa zona que queda justo detrás de Andorra y que no conocíamos.

Como últimamente nos fatigan los kilómetros en coche, hicimos un combinado: a Lérida en tren desde Madrid y allí, en un coche de alquiler, conducir hasta el lugar.

Este viaje, aparentemente cómodo, no lo es tanto. Lo sería un poco más si viviéramos en Madrid, pero... ¡vivimos en Toledo! Así que hay que salvar ese primer pequeño obstáculo: un tren desde Toledo a Madrid. Una vez en Madrid es muy incómodo y una pérdida de tiempo salir de la zona de seguridad de la estación de Atocha y volver a entrar en ella para tomar el tren hacia otro lugar, en este caso, Lérida. Afortunadamente la espera entre un tren y otro no fue muy larga. El tiempo justo de hacer el traslado sin agobios de tiempo y tampoco tener que esperar demasiado.

Una vez en Lérida, el trámite del coche de alquiler fue rápido, no así la salida de la ciudad, sin indicaciones de ningún tipo. A esas alturas ya íbamos cansados y aún nos faltaban unos trescientos kilómetros de carreteras con no muy buen firme y de muchas curvas.

Sobre las tres y media de la tarde paramos a comer. No teníamos mucho apetito pero el temor a encontrar todo cerrado nos hizo detenernos.

A medida que nos acercábamos a la frontera, la vegetación se hacía más frondosa y abundante; el cielo se iba cubriendo. Qué sensación más extraña atravesar una frontera sin apenas darte cuenta. Qué diferencia de cómo lo hice la primera vez por carretera, precisamente por este mismo lugar, pero volviendo de Francia. La primera vez absoluta fue en el aeropuerto de Orly, en París, en tránsito hacia mi primer viaje al extranjero, Yibouti.


Las nubes eran cada vez más bajas, poniendo coronas de gasa gris perla a los picos y, arriba,  el cielo se tornaba más oscuro. Mi ánimo, creo que también el de Daniel, necesitaba ese frescor húmedo que respirábamos en las paradas que íbamos haciendo al borde mismo de la carretera, cuando el terreno lo permitía, para contemplar las altas montañas llenas de verdor. La lluvia hizo su aparición en varios tramos, pero nosotros íbamos felices. Teníamos ganas de "norte" y sus peculiaridades, no importaba que fuese julio.

Con alguna llamada pidiendo información y alguna parada para lo mismo logramos llegar. Claudia salió a nuestro encuentro en el centro del pequeño pueblo y nos guió hasta su casa, algo escondida.

La casa, blanca, con grandes contraventanas pintadas de verde, tenía un gran jardín y un huerto abandonado, que  denotaba haber sido cuidado con primor en otros momentos; la ordenación de los surcos, las plantas, las flores, así lo indicaban. Había muchos árboles frutales con las ramas vencidas por la cantidad de frutos que nadie recogía. La parte trasera, adonde daban los dormitorios estaba sembrada de hortensias que literalmente se metían por las ventanas. ¡Un espectáculo!


Los cuatro o cinco días pasados allí fueron tranquilos, con visitas a los pueblos de alrededor. La casa, dispuesta para ser alquilada, estaba llena de folletos con todo tipo de información sobre los lugares de interés. Hicimos una selección de aquello que más nos atraía y que no quedaba lejos pues, pensando en la vuelta, no nos seducía hacer demasiados kilómetros.



Marcamos para visitar algunos mercadillos de los pueblos cercanos, donde la gente lleva lo que recoge de sus huertos, jardines, granjas... y también lo que elaboran con sus manos, no sólo los típicos quesos y salchichones, sino platos preparados para llevar, con cosas tan impropias del lugar como unos calamares rellenos.

Estas visitas a los mercados nos servían para conocer el pueblo, su plaza, iglesia... visitamos la villa y el castillo de Foix, el de Montsegur, una curiosa iglesia en una gruta en Vals. Los franceses, tan fantasiosos, le llaman la iglesia "troglodita". El mercado más importante, también la ciudad, junto con Foix, fue el de Mirepoix, con una plaza porticada llena de terrazas atestadas de gente, no sé si sólo por ser día de mercado.
Monument national des guerrilleros. Encontramos muchos apellidos españoles por la zona.

Camino de estos mercadillos hacíamos incursiones en pueblos aún más pequeños en los que no encontrábamos a nadie por -a veces- la única calle. Pero nos encantaba el pintoresquismo de lo rural auténticamente francés. También disfrutamos del silencio y la prudencia de los vecinos.







Jugábamos con los nombres de las calles y lugares intentando averiguar cuáles estaban escritas en occitano, su significado, su comparación con el francés, español, catalán...

La vuelta la hicimos con más calma. Primer tirón hasta Puigcerdá, donde nos detuvimos para comer, estirar las piernas paseando el centro y luego seguir hasta Seo de Urgel, donde pernoctamos en un hotelito muy agradable y céntrico que reservamos sobre la marcha sin problemas. Llovía a cántaros cuando llegamos, después escampó. Nos gustó mucho recorrer sus calles mojadas antes de cenar y recogernos.

Al día siguiente nos dió tiempo a visitar Lérida y devolver el coche, no sin cierto nerviosismo al final, pues el tiempo se nos echaba encima y el tren no nos esperaría.  Llegamos a tiempo.