Como cada año, traigo aquí lo que escribo para la revista de feria de mi pueblo.
Me
gusta mi pueblo.
Cuando
he pensado este año cómo iba a llamar a mi articulillo para esta revista, me ha
venido a la mente una canción muy antigua que empezaba así: “Me gusta mi
novia...” Esta canción la cantaba Jorge Sepúlveda en la década de los 50.
Recuerdo haberla oído en la radio que teníamos en la repisa de lo que
llamábamos en mi casa “comedor”, utilizado sólo en contadísimas ocasiones como
tal y, el resto del año, como paso desde el resto de la casa a la cocina. Por
supuesto también entrábamos para coger alguna cosa del aparador o de la
fresquera, que también estaba en esa habitación y, sobre todo, para quitar y
poner la radio. A mí, algunas veces, me gustaba quedarme allí, debajo de la
repisita (situada a una altura donde no pudieran llegar los niños) oyendo esta
y otras canciones, además de los anuncios que contenían aquellas palabras que a
mí me gustaban tanto por su sonoridad, sin entender la mayoría de las veces su
significado. Cómo me gustaba oír que había una “peletería” (ni idea de qué pudiera
ser aquello) en la calle “Espoz y Mina”, el colmo de la sonoridad para mi
parecer por aquellos años de mi primera niñez.
Bueno
pues como os decía, durante unas horas he tenido metida en la cabeza esta
canción sin poder sacarla. Os dejo el enlace aquí:
https://www.youtube.com/watch?v=z41_CWrd_rQ.
Mi
ineludible aunque involuntario análisis feminista sobre su letra (pocas
canciones antiguas aprueban) ha salido apto o suficiente. ¿Tendrá algo que ver
el hecho de que Jorge fuera sargento del ejército republicano? No lo creo.
Seguramente la letra no será suya.
Bueno
pues como os decía al comienzo, me gusta mi pueblo.
Me
gusta mucho observar la sierra, con
sus cambios de color. Tengo la fortuna de poder presenciar la salida y la
puesta de sol desde mi casa. Me gustan los cielos amarillentos y naranjas
pálidos de las salidas y los rosas y malvas del ocaso. Esos colores de la
puesta, a veces también violentos, se reflejan enfrente y, además del color del
cielo, cambia también el color de la sierra, que puede ir de un azul verdoso, a
un lila claro, pasando por el índigo y el azul de Prusia.
Me
gusta el rumor de los arroyuelos que se forman en primavera y fotografiar las
mil y una flores silvestres.
Me
gusta alejarme sola por cualquier camino y oír los sonidos del campo.
Me
gusta mucho mirar el horizonte desde mi ventana de atrás, donde descubres un
mundo distinto de pájaros, rumores de insectos que no ves y gatos al acecho.
Me
gusta llegar en coche por cualquiera de sus entradas y ver sus tejados (ahora
casi todos nuevos) y sus casas agrupadas.
Me
gusta ver llover mansamente sobre las encinas en otoño, cuando los árboles de
la Estación comienzan a amarillear y la dehesa va cubriéndose con el tapiz
verde que le durará hasta bien entrado mayo. Esa misma lluvia fina hará crecer
los champiñones que brotan “como hongos”, nunca mejor dicho, en todas las
cercas circundantes, bien abonadas por vacas y ovejas.
Me
gustan las tormentas eléctricas de verano, con el horizonte de la parte de
Torrecampo negro entre las encinas y por el cementerio y esos torbellinos que
se forman, menos abundantes ahora o quizá sólo menos visibles, ya que en la
actualidad, gran parte del terreno que veo desde mi casa ya no está terrizo,
como antes. Ahora hay césped, construcciones, asfalto, coches, tractores,
remolques, etc.
Me
gustan sus platos antiguos, con productos autóctonos auténticos, tan difíciles
de encontrar ahora como el lomo de orza casero, la zanga y el chorizo bufeño,
que no he vuelto a probar desde mi niñez. Me gustaba el pan de higo hecho por
mi abuela, absolutamente excepcional. Me gustan los productos naturales del
campo, los espárragos, los cardillos, las setas, las criadillas, los berros,
las fieras… ¡y las moras! Me gustan las migas tostás, la sopa con uvas que
hacía mi madre, el pisto y el asadillo. Me gustan las hojuelas y las gachas con
tostones.
Me
gustaba y me gusta la meloja que hacían en los cortijos. Algunos olores ya se
han perdido, pero los sigo recordando. Por ejemplo el aroma que salía de los
hornos de las panaderías, tanto del los Pacorros como del de la Mariana. El
olor del pan ya era rico, pero más el de las perrunas y galletas, en las
vísperas de feria o cerca de Navidad. También me gustaba contemplar por su olor
pero también por su colorido inigualable aquellas latas o bandejas negras
repletas de grandes pimientos rojos y verdes asados.
Me
gusta el olor a cal cuando se va acercando el verano y todavía alguien se
atreve con su fachada y recuerdo, aunque ya no lo veo, el olor a boñiga de los
suelos (paradójicamente asociado a la limpieza). Efectivamente, la sensación de higiene era
grande cuando entrabas en una habitación emboñigada.
Así
que, ya veis, por estas y otras muchas cosas, me gusta mi pueblo.
Mi pueblo...mi barrio...mi calle...mi jardín...mi habitación...mi cocina...mi dormitorio.Siempre hay motivos, Maluca,para impregnarnos de olores, sabores, vivencias, emociones, anhelos, que se quedan por años entre nosotros y moldean nuestro actuar.
ResponderEliminarA mi me gusta leerte, y también tu pueblo.
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