Ni en casa de mis padres, ni en la de la familia más cercana, existía la
costumbre del abrazo. Sí, por supuesto, la del beso:
- “Niña, dale un beso a la abuela, dale un beso a la tita”.
Cuando íbamos de viaje a ver a algún familiar (Puertollano, Hinojosa,
Peñarroya) o nos pasábamos por la casa de amigos de mis padres
(Villanueva de Córdoba, La Garganta), los saludos eran con besos, pero no
recuerdo grandes abrazos.
Luego, más adelante, sí he practicado los abrazos. Con buenos amigos y
ahora con mis hijos y nietos. Pero hay un abrazo que recordaré siempre.
Yo había pasado dos años en África con unos tíos y volvía, por fin, a mi casa,
con mis padres.
Durante esos años comprendí que cuando yo decía de pequeña que quería
más a mi padre, no era cierto. ¿Por qué se hace optar a los pequeños por uno
u otro progenitor? En mi pueblo existía la costumbre, mala costumbre, de
preguntar: “Niño, ¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. La primera
vez que me hicieron esta pregunta me quedé perpleja, pero comprendí que
había que dar una respuesta. Rápidamente analicé la situación. La persona
más importante en mi casa -pensaba yo entonces- era mi padre, eso estaba
claro, a él se le servía, él era quien ganaba dinero para toda la familia.
También recordé a mi madre, amenazadora a veces, advirtiéndome: “Verás
cuando se entere tu padre”, o, temerosa: “Verás como venga tu padre y no
esté la cena”. ¿Fueron esas las razones? ¿Fue tal vez para compensar el
defecto de mi padre (era sordo)? ¿Fue una pose para hacerme la interesante?
No sé qué influyó más en la respuesta, pero de mi boca salió: “A mi padre”.
El caso es que habiendo contestado una primera vez que quería más a mi
padre, ya seguí repitiéndolo sin pararme a pensar mucho sobre ello. Nunca
pensé, por ejemplo, lo mal que se sentiría mi madre al escuchar esto. Luego
me hice muchas veces la pregunta, aunque ya había descubierto que eso no
era así.
Cuando dejé mi casa para irme a vivir con mis tíos, me acordaba mucho de
mis padres y de mis hermanos, pero, sobre todo, sobre todo, me acordaba de
mi madre.
Por eso no olvidaré nunca el abrazo al encontrarme con ella a la vuelta de ese
viaje de dos años. Veníamos en coche desde Barcelona, donde pasamos la
primera noche después de cruzada la frontera francesa. A día siguiente,
emprendimos viaje a Madrid. Paramos poco tiempo
a comer en algún sitio, porque todos teníamos prisa por llegar. Cuando por fin
estuvimos en Moratalaz, mi tío aparcó el
coche y noté el nerviosismo de mi tía para intentar retenerme, ya que había
intuido cuál sería mi reacción. Efectivamente yo quería salir corriendo del
coche, sin pararme a coger nada, pero mi tía, con lógica, me hizo llevar mi
maleta y algún bolso. No sé cómo, a medio camino, eché a correr con la
maleta en una mano y el bolso en la otra, no podía parar. Mi tía me llamaba
desesperada: “No corras, pero no corras” (no quería perderse el encuentro).
No le hice ningún caso, y no paré hasta tocar el timbre de mi casa. Mi madre
abrió la puerta y ahí dentro, solas, nos abrazamos. Entendí lo que significa
“fundirse en un abrazo”. Ni mi madre ni yo queríamos separarnos.