martes, 2 de septiembre de 2025

EL ABRAZO


Ni en casa de mis padres, ni en la de la familia más cercana, existía la

 costumbre del abrazo. Sí, por supuesto, la del beso: 

-       “Niña, dale un beso a la abuela, dale un beso a la tita”.

Cuando íbamos de viaje a ver a algún familiar (Puertollano, Hinojosa,

 Peñarroya) o nos pasábamos por la casa de amigos de mis padres

 (Villanueva de Córdoba, La Garganta), los saludos eran con besos, pero no 

recuerdo grandes abrazos.

Luego, más adelante, sí he practicado los abrazos. Con buenos amigos y 

ahora con mis hijos y nietos. Pero hay un abrazo que recordaré siempre.

Yo había pasado dos años en África con unos tíos y volvía, por fin, a mi casa,

 con mis padres.

Durante esos años comprendí que cuando yo decía de pequeña que quería

 más a mi padre, no era cierto. ¿Por qué se hace optar a los pequeños por uno

u otro progenitor? En mi pueblo existía la costumbre, mala costumbre, de

 preguntar: “Niño, ¿a quién quieres más, a tu padre o a tu madre?”. La primera

 vez que me hicieron esta pregunta me quedé perpleja, pero comprendí que 

había que dar una respuesta. Rápidamente analicé la situación. La persona 

más importante en mi casa -pensaba yo entonces- era mi padre, eso estaba 

claro, a él se le servía, él era quien ganaba dinero para toda la familia.

 También recordé a mi madre, amenazadora a veces, advirtiéndome: “Verás

 cuando se entere tu padre”, o, temerosa: “Verás como venga tu padre y no 

esté la cena”. ¿Fueron esas las razones? ¿Fue tal vez para compensar el

 defecto de mi padre (era sordo)? ¿Fue una pose para hacerme la interesante?

 No sé qué influyó más en la respuesta, pero de mi boca salió: “A mi padre”.

El caso es que habiendo contestado una primera vez que quería más a mi 

padre, ya seguí repitiéndolo sin pararme a pensar mucho sobre ello. Nunca 

pensé, por ejemplo, lo mal que se sentiría mi madre al escuchar esto. Luego

 me hice muchas veces la pregunta, aunque ya había descubierto que eso no 

era así.


Cuando dejé mi casa para irme a vivir con mis tíos, me acordaba mucho de

 mis padres y de mis hermanos, pero, sobre todo, sobre todo, me acordaba de

 mi madre. 

Por eso no olvidaré nunca el abrazo al encontrarme con ella a la vuelta de ese 

viaje de dos años. Veníamos en coche desde Barcelona, donde pasamos la

 primera noche después de cruzada la frontera francesa. A día siguiente,

 emprendimos viaje a Madrid. Paramos poco tiempo 

a comer en algún sitio, porque todos teníamos prisa por llegar. Cuando por fin 

estuvimos en Moratalaz, mi tío aparcó el 

coche y noté el nerviosismo de mi tía para intentar retenerme, ya que había

intuido cuál sería mi reacción. Efectivamente yo quería salir corriendo del 

coche, sin pararme a coger nada, pero mi tía, con lógica, me hizo llevar mi

 maleta y algún bolso. No sé cómo, a medio camino, eché a correr con la

 maleta en una mano y el bolso en la otra, no podía parar. Mi tía me llamaba

 desesperada: “No corras, pero no corras” (no quería perderse el encuentro).

 No le hice ningún caso, y no paré hasta tocar el timbre de mi casa. Mi madre 

abrió la puerta y ahí dentro, solas, nos abrazamos. Entendí lo que significa

 “fundirse en un abrazo”. Ni mi madre ni yo queríamos separarnos.


 














 




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