martes, 23 de agosto de 2011

MI AMIGA MARI





En la casa que había a la derecha de la mía vivió un médico, don Arturo, que luego murió y en ella se quedaron su viuda e hijos. De este médico yo no me acuerdo, sólo sé de él lo que me contaban mi madre o mi tía Adela. Por lo visto yo era una tragona cuando pequeña y lo mismo me comía un trozo de tocino rancio, así le llamábamos al del año anterior, que un huevo frito. Este médico estaba escandalizado y recriminaba a mi madre que me dejara comer de todo siendo tan pequeña. Antes, ya le había dicho que yo sería patizamba, por dejarme andar tan pequeña. Según dicen, en esto fui muy precoz y ya a los nueve meses andaba con bastante soltura. Parece que debía haber un poco de envidia pues su hijo, Arturito, iba algo más retrasado.
Pero esta casa pronto cambió de dueño, Arturito y su madre se fueron y dejaron de vivir allí. Tampoco de eso me acuerdo porque hasta donde alcanza mi memoria, siempre ha vivido allí mi amiga Mari. Preguntando, he sabido que en el año 52, cuando nació mi hermano Juan y yo contaba tres años, ya vivía allí el abuelo Coronel. Éste era el abuelo de Mari, al que apodaban así por haber nacido en el pueblo cordobés de La Coronada.
José Manuel, que así se llamaba este señor, tenía dos hijos: uno murió joven y yo no lo conocí. Sí a su mujer, siempre de luto, y a sus tres hijos. El otro era Francisco, el padre de Mari.
Para quien no conozca la situación de mi casa y la de Mari diré que forman parte de una fila que corre paralela a la vía que había entonces y cuyo recorrido es de sobra conocido por todos: Peñarroya-Puertollano. No tengo datos pero es lógico pensar que las casas empezaran a construirse con la llegada del ferrocarril. De hecho, la primera era una casa grande dedicada a fonda. Después se fueron construyendo más, añadiéndose una a la otra hasta llegar a la treintena. Las había de todas las condiciones, desde las más modestas a las de auténtico postín. Cuando se construyó la mía, la de mi amiga Mari era la última. Luego nos tocó a nosotros ser “los últimos de la fila” hasta que se construyó la siguiente; esto ya lo recuerdo perfectamente, así que debía tener por lo menos cinco años. Luego siguieron unas cuantas más hasta llegar a conformar la hilera que es hoy.
La casa de Mari siempre tenía para mí un atractivo especial: estaba llena de gente y era muy grande. Al principio, aunque de grandes dimensiones, era la típica casa de Conquista, con un pasillo en el centro y habitaciones a los lados, pero luego, lo recuerdo muy bien, la ampliaron bastante, hicieron un gran comedor, otra habitación, una cocina y una bodega nuevas. También arreglaron el primer patio, donde construyeron un horno. Las habitaciones eran grandes, los techos altos y la cámara era como otra casa. Comparada con ésta, la mía parecía de liliputienses.
Yo, lógicamente, entraba por allí como por mi casa. Cualquiera que haya vivido en un pueblo pequeño en aquellos años sabe cómo eran las relaciones. La convivencia hacía que te sintieras tan próximo de los vecinos como de la familia, si no más.
Desde bien chiquitillas jugábamos en su corral, justo donde luego construyeron las vaquerizas, que posteriormente fueron cochiqueras. Allí había un techado para meter la maquinaria agrícola y nos encantaba jugar a las casitas, resguardadas por la pared que separaba la cerca de Mari de los corrales de las otras casas. En estos primeros juegos de aquellos años siempre nos acompañaba Concha Gañán. Éramos un trío inseparable.
Siempre que podía me buscaba excusas para estar en aquella casa donde siempre había novedades: venía gente del campo, traían algo del cortijo, mataban algún animal, hacían la gran colada en el patio, había mozos almorzando, en fin, siempre novedades para mí, cosas que en mi casa no pasaban. Además de ser muchos de familia (el matrimonio tenía seis hijos), también vivía con ellos el abuelo paterno y la abuela materna. Amén de la chacha Catalina y el Chato. En el patio, en la cocina o por la casa siempre andaba su chacha Catalina, una criada de Villanueva que luego se casó con un mozo también de la casa y que igualmente era de allí, Miguel. Catalina era considerada en la casa como de la familia. Muchos años más tarde fui con Mari a verla a su pueblo, ya casada y con niños.
Todo se hacía a lo grande en aquella casa: la comida, los dulces, la colada, la matanza, el aliño de las aceitunas, cualquier cosa que se hiciera en mi casa allí se multiplicaba por diez pues, además de los citados anteriormente, había siempre gente trabajando o de paso. Había mozos o jornaleros que eran fijos, como el Chato, o Miguel, que iba y venía, pero había otros que venían sólo para labores concretas, como la siega, etc.
Alguna vez me quedaba a dormir allí, sobre todo en verano, pero luego estaban los días “fijos”. Uno de ésos era el día de la matanza, quiero decir la noche previa. Nos metíamos tres o cuatro chiquillos en una cama, pero yo estaba encantada. Me dormía con la excitación del día siguiente y cuando nos despertábamos de madrugada, oyendo ya los preparativos, seguía así. Para mí era lo más emocionante de aquellos años, junto con la noche de reyes.
Cuando mi madre pasaba al pozo de la cerca de Mari a por agua, yo la acompañaba para traer un cubo más pequeño. A veces íbamos por detrás, por el portón que da hoy a la carretera de Azuel. Nosotros solíamos coger el agua del pozo de la caseta de la Esperanza, o de la bomba, nunca fuimos al pueblo a coger agua del chorro. Para lavar, mi madre iba al pozo Melilla, decía que ese agua era más fina y, además, había pilas. Cuando no tenía ganas de ir tan lejos, íbamos, como ya he dicho, al de la Celia, madre de Mari. El agua del pozo Melilla tenía tan buena fama que la utilizábamos también para beber. En cuanto llegaba el buen tiempo, Mari, Concha y yo nos íbamos a ese pozo a buscar agua, con un cántaro a nuestra medida, al caer el calor. Eso se convertía en una excursión que nos llevaba toda la tarde. De hecho muchas tardes nos llevábamos la “merendilla”. Nos acercábamos a ver a la Rubia, que vivía en una casilla que tenían los coroneles en la huerta próxima al pozo. Esta Rubia y su marido eran una pareja de latoneros, mayores y sin hijos, que apareció por Conquista un buen día y ya se quedaron a vivir allí.
En casa de la Mari también pasé muchas siestas, en el patio, en la cámara, en la habitación del abuelo, que entonces estaba debajo de las escaleras de la cámara y estaba fresquita, o en el batiente de la puerta, aunque ahí se iba la sombra rápidamente. Una de esas tardes tontas de verano, en plena canícula agosteña, cuando todo el mundo dormía, se le ocurrió a ella que podríamos irnos a bañar al río. Para eso, había pensado comprar un sifón, por si nos daba sed. Junto con el sifón echamos algo de comer en un bolsa. Nos las prometíamos muy felices saliendo sin que nadie nos viera pero estábamos equivocadas. Ahí estaba su hermana Gracita: nos había visto y quería acompañarnos a toda costa. Como empezó a llorar y vimos que se nos chafaba el plan, decidimos cargar con ella. Yo no tenía ni idea de por dónde se iba al río. Mari sí, seguramente habría pasado muchas veces por allí camino de su cortijo. Enfilamos las tres el camino de la estación buscándolo y llegamos.
En esa época todavía usábamos enaguas, así que nos quitamos los vestidos y nos zambullimos en ropa interior. Al rato, Gracita empieza a llorar diciendo que tenía un bicho en salva sea la parte. Nos acercamos y tenía una sanguijuela ahí mismo. Supongo que sería casualidad que se la pudiéramos quitar rápidamente y sin problemas. Nos metimos debajo de la sombra de una encina, nos vestimos y regresamos al pueblo. Cuando llegué a mi casa mi madre tenía la cara descompuesta. ¿De dónde vienes?, ¿dónde has estado? Yo, sin percatarme de la angustia que habían sentido en nuestras casas por la “desaparición”, dije tranquilamente: “de merendola”. ¡Zas! El primer bofetón de mi madre. Mi padre me metió hacia el interior y me dio el primer y único azote de su vida. Mari y Gracita me recordaron esta anécdota muchas veces. Siempre nos asombramos de nuestro atrevimiento, Mari y yo tendríamos siete u ocho años y Gracita cuatro o cinco.
También recuerdo cuando jugábamos en el pajar. Nos gustaba cuando estaba lleno casi hasta el techo de pacas de paja. Disfrutábamos escalando hasta lo más alto para luego deslizarnos. Quico, su hermano, se unía a veces a nuestros juegos. Alguna vez me animó a montar con él algún caballo o yegüa. Como me encontraba un poco temerosa, aprovechaba entonces para azotar a la bestia y hacerla galopar. Yo gritaba y me aferraba a él muerta de miedo, pero si tenía ocasión de volver a montar, lo hacía encantada. Mientras, Mari nos miraba muerta de risa.
Otro sitio adonde nos gustaba acercarnos en verano era a las máquinas cosechadoras, que eran las primeras que yo veía, y a la era a ver a los hombres aventar el grano. Por primera vez y con la ayuda de Quico conduje yo solita siendo bien pequeña la pareja de mulos que tiraban del trillo.
En su cortijo también pasé varias temporadas. Con todo lo pequeño y rural que es nuestro pueblo, la soledad y el aislamiento que se experimentan en un cortijo te producen sensaciones imposibles de olvidar.
No sé en qué año exactamente, la familia se hizo cargo de unas tierras en Alcolea y allí estuvieron entonces un par de años. Recuerdo haberme quedado desamparada entonces y recuerdo la alegría cuando regresaron. También recuerdo la época en que la hermana mayor de Mari, Felisa, se echó un novio de fuera y cuando tuvo la máquina de tricotar. Todo eso eran grandes novedades en la Conquista de aquellos años.
Cuando fuimos un poco más grandes, nos fuimos separando un poco. Mari no iba muchos días a la escuela, ni solía ir a misa los domingos. En su casa llevaban otro ritmo de vida. Casi siempre tenía algo que hacer en la casa o se había quedado en el cortijo, o… aunque yo creo que no le gustaba demasiado la escuela. En el barrio sí, seguíamos siendo íntimas, pero a la hora de “bajar al pueblo” ella casi nunca venía ya con el grupo de estacioneras.
Como su madre tuvo dos hijas más, a ella enseguida la consideraron mayor, madura, y realmente lo era. Cuando tuvimos que irnos a Madrid, Mari se vino con nosotros. Yo creo que a mi madre le daba seguridad; mientras a mí me consideraba una niña a Mari la consideraba una mujercita. Esa compañía nos vino muy bien y fue muy importante para nosotros. Con ella se venía un trozo del pueblo que habíamos dejado y yo creo que nos daba a todos una especie de confianza y la sensación de que todo seguía como allí.
Yo tengo esa percepción y no lo digo ahora que no está, siempre la he tenido. Igual que pienso que para su familia ha sido siempre un poco eso: el sostén al que agarrarse. Tenía una resolución impropia para su edad. Mari se volvió al pueblo no recuerdo cuándo ni cómo, pero a los pocos años parte de su familia se trasladó también a Madrid y lo hizo a mi mismo barrio.
Por supuesto nos seguíamos viendo, aunque ya no era con tanta asiduidad. Ella empezó a trabajar enseguida en la hostelería y yo solía visitarla allí donde estuviera. Muchas veces quedábamos los sábados o los domingos o cualquier día de entresemana porque, total, yo tenía que estar siempre a la misma hora en mi casa, a las diez de la noche. Ese era el tope hasta el día antes de casarme, fuera lunes o domingo. Claro que, como mi madre tenía plena confianza en Mari, muchas noches me iba a dormir a su casa y entonces ahí me aprovechaba de lo lindo. Allí podíamos regresar bastante más tarde.
En esa época, cuando salía con ella y sus amigas, entraba en un ambiente totalmente distinto al que me solía rodear. Yo tenía un grupo de amigos con gustos totalmente diferentes. A ella le gustaba ir de mesones por los alrededores de la plaza Mayor o a alguna casa regional andaluza. También nos íbamos a excursiones con alguien que tuviera coche a algún lugar cercano de Madrid. En aquella época ya sus hermanos empezaban a tener las primeras novietas y me daba mucha risa y me provocaba incredulidad cuando éstas le decían a Mari que por qué besaba a sus hermanos o les enseñaba las piernas con tanta minifalda. No se daban cuenta que los hermanos de Mari para mí, igual que yo para ellos supongo, eran como de la familia, como primos.
También en aquella época hicimos algún viaje loco. Un verano nos fuimos a Conquista, y de allí a Córdoba. Todo eso sin medios y sin apenas dinero. Como mi casa del pueblo siempre estuvo alquilada, me quedaba todo el tiempo en la suya, excepto las visitas a mi abuela y a mis tías.
En Madrid, para ser sincera, yo siempre estaba quejosa de que no me llamara. Siempre era yo la que tenía que tomar la decisión pero, eso sí, cuando iba a verla o la llamaba por teléfono siempre era bien recibida y a lo mejor nos tirábamos una semana en que nos veíamos todos los días. Luego, volvía a haber un parón.
Cuando me casé seguimos viéndonos. Recuerdo haber estado, ya casada, un par de veces la noche de Navidad en casa de sus padres en Madrid, cuando la navidad se celebraba de forma más sencilla y no se había convertido en la locura consumista que es ahora. También inmediatamente después de recuperar la casa en Conquista nos juntamos algún año allí por esas fechas.
Recuerdo muy bien con la ilusión que me habló del embarazo que iba a suponer su primer sobrino (o sobrina, entonces no se podía saber) También el abriguito blanco que me regaló para mi primer hijo.
Cuando nos presentó a Alfonso nos gustó mucho. Era un hombre sensato, bonachón, que la adoraba y en quien encontró apoyo, ella que servía de apoyo a tantos. Por eso fue una putada su pronta desaparición con una muerte rápida e imprevista que la dejó totalmente desarbolada en todos los sentidos: todavía no estaba reconocida la “unión de hecho”.
Con Alfonso y Mari coincidimos muchas veces en Conquista, él era un hombre encantador con quien daba gusto hablar. También nos vimos en Madrid, pero en esas ocasiones era siempre mientras ellos trabajaban. Ambos eran inquietos –Mari sobre todo- y siempre andaban cambiando de negocio, siempre en lo suyo, la hostelería. Me gustaba seguirle la pista y visitarla donde estuviera.
Poco después de que Alfonso muriera Mari se fue a trabajar a la provincia de Castellón, donde había estado un tiempo cuando joven. Allí estuvo trabajando hasta el final y allí fue la última vez que la vi “en su ambiente”, trabajando.
Cuando me enteré de que venía a la cita de los 60 años en Conquista me puse loca de contenta. Nadie puede imaginar cómo disfruté con la reunión de casi todas las que habíamos sido amigas del alma cuando pequeñas. Luego ese mismo verano, también estuve a verla en casa de su hermana, donde cuidaban a su madre. Andaba sin parar de trajinar, tanto en su casa como en el trabajo era habitual en ella, pero siempre hacía una pausa para proponerme un café y un cigarrillo. Aquel día lo tomamos fuera, aprovechando que tenía que salir a comprar. La encontré muy bien y estuvimos charlando casi una hora. Por eso me quedé estupefacta cuando esta semana santa me enteré por su hermana Oti de su grave enfermedad. Ahí sí fue grande el mazazo. Entré a verla y estaba tan animada como siempre, aunque había sufrido una agresiva operación y ya sabía lo peor. Estaba preparando la comida para “los que fueran a venir”.
Al cabo del mes volví a llamarla y después de varios intentos pude hablar con ella por teléfono la última vez: no olvidó preguntarme por cómo estaban los míos.

Toledo, 29 de mayo de 2010


1 comentario:

  1. Lo peor de todo, es que la vida es como termina tu relato:amarga.
    He disfrutado leyendo estos momentos de tu vida tan bien relacionados e hilvanados que ya conocía de tu viva voz.
    Patizamba, sé que no eres, precoz...no lo sé.
    Inteligente, generosa, gran compañera, mejor amiga y estar en los momentos en que se te necesita, no solo es que no lo sepa es que lo dejas escrito con letras capitales en el recuerdo.
    Un beso

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