Alberto bajó a la calle en mangas de camisa. Mediaba septiembre, había empezado a refrescar y el cielo, de un gris oscuro, amenazaba lluvia. Sintió el aire fresco nada más salir del portal y pensó que tenía que haber cogido algún jersey, pero no se había querido parar porque regalaban una película de Cuerda con el periódico y no quería que se agotara. Enseguida notó las primeras gotas. Eran unos goterones gruesos y pesados que empezaron a caer espaciados, pero pronto tomaron un ritmo creciente, hasta molestarle en su incipiente calva. Decidió volver a casa para coger el paraguas y ponerse algo de abrigo.
Vivía solo desde hacía bastantes años. El destino quiso respetar los tiempos y esperó para llevarse a su madre hasta que estuvieron instalados en aquel piso, pequeño pero suficiente para los dos. Además, había encontrado su primer trabajo. Fue inmediatamente después de cumplir sus servicios para la comunidad como objetor de conciencia.
A partir de ese momento tuvo que aprender muchas cosas. Cosas sencillas que a él antes, en vida de su madre, ni se le ocurrían: guardar la comida en el frigorífico, tener la precaución de poner de vez en cuando la lavadora para no encontrarse sin calcetines limpios o llevar los pantalones al tinte, pues, aunque también había aprendido a planchar, no había forma de conseguir que la raya quedara derecha. Con los vaqueros en cambio daba gusto, pero, claro, esos solo podía usarlos los fines de semana. Al banco debía llevar traje y corbata.
Todas esas cosas, de las que antes se ocupaba su madre, las fue aprendiendo poco a poco. Algunas por intuición, otras oyendo a sus compañeras de trabajo a la hora del café y otras viéndolas hacer –ahora sí se fijaba- a alguna de las chicas que, de tarde en tarde, subían a su casa. Más de una se había quedado solo un rato, aunque la mayoría pasaba allí la noche. Solo en un par de ocasiones hubo una convivencia más larga, pero, al final, la cosa no funcionaba y la mujer de turno volvía a desaparecer. Hasta que encontró a Marta.
Este año, por problemas laborales, se había visto obligado a tomar las vacaciones en junio y eligió una playa del norte, al lado del pueblo de un antiguo compañero y amigo, Andrés. Marta era vecina de Andrés y maestra. La conoció el primer día que visitó a su amigo: los encontró a ambos en el jardín de la entrada. Enseguida surgió algo entre los dos. Estaba terminando el curso, así que, cuando a él se le agotó el mes de vacaciones, se volvieron juntos a Madrid. El verano pasó volando. Alberto no notó ni el agobio ni el bochorno de otros veranos. Jamás hubiera imaginado que esos meses de calor en su ciudad y trabajando pudieran transcurrir de forma tan placentera. Apenas salían de casa; solo los fines de semana subían a la sierra. A ella le gustaba dar largos paseos aunque él, la verdad, acababa un poco extenuado. Con ella descubrió árboles, arbustos y todo tipo de plantas cuya existencia, antes, le había pasado desapercibida. Cuando volvían después de cenar, traían con ellos en el coche algún manojo de yerbas aromáticas. Otras veces eran flores silvestres que Marta ponía nada más llegar en un florero con agua, aunque, como no solían aguantar, había que tirarlas al día siguiente.
Cuando Marta cogió el autobús para volver a su casa, dejó, junto al olor de todas esas yerbas, el suyo propio. Si él hubiera imaginado por un momento el accidente, no la habría dejado ir. Por fin había encontrado a una mujer que lo llenaba –habían hecho planes de futuro- y la perdió de pronto en una curva tonta del camino. Se sintió más huérfano que nunca.
En todas esas cosas iba pensando mientras subía las escaleras. Bueno, mientras subía las escaleras y a todas horas. La verdad es que estos quince días sin ella habían sido los peores de su vida.
Alberto abrió el armarito de la entrada, cogió el paraguas y una cazadora ligera que se había quedado colgada en la percha desde que deshizo la maleta, al volver de la playa. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y, durante unos segundos, Marta volvió a estar con él, allí y en su jardín, en el campo y en todos los paseos que dieron juntos. El romero seco se había quedado en los bolsillos desde que ella se lo dio aquella primera tarde de junio. Seguía conservando todo su aroma.
¡Genial! Bonita historia aunque con un final triste como tantas de la vida.
ResponderEliminarCada día mejor “te lo dice una entendida” bueno esto es broma, pero de verdad que facilidad para imaginar tienes.
La fuerza de tu relato está en la indiscutible presencia de Marta, a través del olor intacto del romero.
ResponderEliminarTrabajas con firmeza la ausencia, Manuela: el huérfano deja de serlo porque sus recuerdos no se consumen en estéril nostalgia, sino que el vigor de sus emociones y sentimientos es capaz de dar material contorno y nueva vida a lo desaparecido.
Gracias a ambas. Las dos me piropeáis. Claudie, tu comentario es un poco psicológico; habrá que pensar en ello, (cosa que siempre provocas, quiero decir "hacer pensar").
ResponderEliminarBrutal. Sigue!
ResponderEliminarImo
En algun momento no supe valorar lo que escribias, pero ahora me doi cuenta que eres una gran "cronista"; consigues transportar el lector para el imaginario sin marearlo....
ResponderEliminarCarlos Gimenez Coleto