Los ventiladores giraban cansinos a la hora de la siesta. Había dos en el techo del salón: uno sobre la mesa comedor y otro encima de los sillones más alejados, frente a la puerta que daba a la terraza. Los sillones, de forma ovoide, tenían armadura de hierro y madera y forraban los armazones unas tiras de plástico de colores vivos. Esos colores, rojos, verdes, azules, se alternaban con blancos, cruzándose también con ellos para rebajar la tonalidad. Se encontraban dispuestos en torno a una mesita baja, que usaban para dejar las bebidas mientras leían, charlaban o escuchaban música. Allí tomó ella por primera vez su sirope inicial. Al principio le supo a rayos debido a la alta salinidad del agua. Después se aficionó y los tomaba en vasos altos llenos de cubitos de hielo. Le encantaba mirar, a través de las perlitas que se formaban alrededor del vaso, el colorido de las bebidas de limón, de menta, de granadina...

La luz se colaba con fuerza en el salón atravesando las rendijas de las contraventanas de madera. A esa hora del día la temperatura rebasaba ampliamente los cuarenta grados y en el alejado dormitorio, donde la pareja dormía la siesta, funcionaba el aparato de aire acondicionado. El ruido que producía éste no llegaba al salón a través del pasillo, sino por la puerta que daba a la terraza, situada entre el salón y la habitación.
A ella le gustaba esa hora. Podía leer a escondidas novelas de serie negra que tenía prohibidas por sus escenas escabrosas, hacer girar en el tocadiscos una y otra vez sus discos preferidos o encerrarse en su habitación a mirar las musarañas, mientras el criado yemení trajinaba en la cocina intentando terminar su tarea rápidamente y marcharse a su casa. En su dormitorio no había aparato refrigerador, sino otro gran ventilador que ella ponía a toda velocidad. Allí, tumbada boca arriba en la cama, podía extender y separar las piernas a voluntad pues en los sillones, a pesar del trenzado de las tiras dejando pasar el aire, sus delgados muslos se tocaban y el sudor producido en ese frotamiento empezaba a resbalar enseguida. Frente a su cama, pegadas a la puerta con chinchetas, fotografías de chicos guapos del cine americano.
La pequeña gacela que le habían regalado dormitaba en la terraza. A veces levantaba la cabeza y miraba con sus inteligentes, grandes y tristes ojos negros, que parecían preguntarse por qué la tenían ahí, pisando un suelo tan resbaladizo. Hasta más tarde no le tocaba su biberón. Tenía un olfato bastante desarrollado pues, cuando se iba acercando la hora, se aproximaba a la puerta estirándose y dejando a continuación un reguerito de pequeñas cagarrutas. El momento en que la sombra de las ramas más altas de la palmera del patio acariciaba las contraventanas grises era la señal.