Esta tarde, mientras cosía el dobladillo de un vestido, me he acordado de mi padre y me ha apetecido de pronto recordarlo poniendo aquí lo que escribí sobre él para unas páginas de mi pueblo. Esto fue en enero del 2010.
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Cuando el cáncer empezó a
atacar fuerte a mi padre, vivió un tiempo conmigo en Toledo. Uno de los primeros días
bajó a tomarse un vino, como era su costumbre, a un bar cerca de casa. Por
suerte, nunca tuvo dolores y pudo, casi hasta el final, hacer una vida normal.
Así, la primera vez que bajó al mismo bar adonde yo había ido durante los dos años que llevaba abierto a tomar alguna caña y a comprar el pan casi a diario, se hizo amigo del dueño,
averiguó que estaba casado con una nieta de Montoya (tabernero de mi pueblo), que vivían en un pueblo de Toledo y a qué se dedicaba toda la
familia. Cuando fui a recogerlo allí, el dueño del bar, que me había visto en
multitud de ocasiones, me trató de forma diferente y, como casi todo el mundo
que ha conocido a mi padre, alabó su simpatía y su carácter alegre. Relato aquí esta anécdota porque describe perfectamente cómo era, cómo se comportaba a pesar de su minusvalía: era sordo.
Mi padre con su hermano mayor |
Cuando nació, Emilio era un niño hermoso y sano pero a la edad de
dos años fue aquejado de grandes fiebres debido a la meningitis. La penicilina,
que hubiera cortado la enfermedad de raíz, aún no estaba al alcance de todos, y
no fue posible evitar la secuela que le dejó la altísima fiebre: sordera.
Por ignorancia, hemos llamado
siempre sordomudos a los sordos. Ahora, las asociaciones de sordos reivindican
su verdadero nombre. Ellos, en efecto, no son mudos, pueden hablar. Es verdad
que, al no poder oírse y sin nadie que los guíe, muchos hablan mal o con la voz
distorsionada. Afortunadamente hoy en día se cuenta con especialistas que los
enseñan. Recientemente, además, acaban de ver reconocido oficialmente el
lenguaje que utilizan para entenderse entre ellos y con los demás: la lengua de
signos. Quiero recordar aquí que la sordera es una gran desconocida, ha estado
poco atendida y los sordos sufren de más impedimentos y mayor aislamiento del
que se aprecia a simple vista, precisamente porque su minusvalía pasa
desapercibida con frecuencia.
Mi abuelo empezó a trabajar
para la compañía del ferrocarril “Peñarroya” en los primeros años veinte del
pasado siglo en el pueblo del mismo nombre. Allí, durante esos años, fue
teniente de alcalde por el partido socialista de Pablo Iglesias. Era también
ugetista y en su casa se recibía el boletín del partido y del sindicato
puntualmente.
Hacia finales de esa década fue
trasladado a La Garganta (C. Real). Se estaba construyendo entonces la línea que uniría Peñarroya con Puertollano por tren. Allí
trabajó como jefe de la subestación eléctrica. Al principio vivieron en el
pueblo, separado de la estación de ferrocarril, y mi abuelo bajaba diariamente hasta la subestación, hasta que le dieron
vivienda (seguramente antes no estaban hechas) en una de las casetas situadas
enfrente de la estación.
Mi abuelo enseñó a leer y
escribir a mi padre siendo éste bien pequeño y cuando tenía más o menos siete
años lo envió a estudiar a una escuela especializada en Madrid. No estuvo mucho
tiempo, creo que no llegó a tres años. Con la alteración y los desórdenes que se
originaron a la llegada de la
República , mi abuelo pensó que podía haber problemas y se lo
trajo a La Garganta. Debía
tener entonces unos diez años.
Durante este tiempo, el hijo
mayor, Manuel, permanecía en Pueblonuevo en casa de una tía paterna estudiando
en el instituto de segunda enseñanza. Sólo se desplazaba a La Garganta durante los
veranos y las vacaciones de Navidad.
Mi padre me ha contado mil
anécdotas de su niñez en La Garganta. El
abuelo Manuel era muy serio y exigente. Lo levantaba todos los días a las 6 de
la mañana y se lo llevaba al campo a “acarear” la comida del día. Esto, según
mi padre, lo hacían todos los días del año sin excepción. Salían con la
escopeta, con trampas o con lo que fuera y enseguida venían con un conejo, una
liebre, un par de perdices, etc. Mi padre tenía la obligación de llevárselos a
su madre ya despojados de pieles o plumas, listos para cocinar. Otras veces,
las menos, tocaba pesca. Él se quedaba limpiando lo pescado o cazado y mi abuelo se iba
puntualmente a su trabajo. Cuando terminaba su horario, aprovechaba la mesa del
pequeño despacho que tenía en la subestación para dar clase a los niños que no
podían ir a la escuela.
Los años de la guerra los pasó
también mi padre en La Garganta. Al
comienzo de ésta, su hermano mayor, Manuel, seguía en Pueblonuevo estudiando y
haciendo sus pinitos como poeta en el boletín que editaba el Instituto. También
escribía de vez en cuando algún artículo en el periódico “El Ideal”, ‘Órgano de
la clase obrera de la Cuenca
y portavoz de las ideas socialistas’, editado en Peñarroya-Pueblonuevo. Allí ya
dejaba ver su tendencia socialista y, por eso, a raíz del golpe de estado de
Franco, tuvo que quitarse de en medio y regresó a casa de sus padres. Su idea
era ir a luchar al lado del gobierno legalmente constituído y contra los
insurrectos, pero mi abuelo no se lo permitía porque aún no había cumplido los
18. Hasta que un día, mintiendo, pidió dinero prestado a una vecina amiga de su
madre, Cesárea, y fue a alistarse. Mi tío Manolo, así lo llamábamos, estuvo en
varios frentes durante el tiempo que duró la guerra y cuando ésta terminó, se
encontraba en Barcelona. Tuvo el tiempo justo de pasar la frontera y, como
tantos españoles, fue a dar con sus huesos en un campo francés de refugiados.
Aunque lo pasó mal, las condiciones de este campo no tenían nada que ver con
las que le tocó sufrir cuando, luchando en la resistencia francesa contra los
nazis, acabó prisionero en un campo de concentración en Austria. Pasó toda la Guerra Mundial prisionero en
unas condiciones espantosas hasta que fue liberado por los aliados. Por
supuesto, como “rojo” reconocido tenía totalmente prohibido entrar en la España de Franco.
Mi abuelo, previsor, pensó que
mi padre, puesto que no había podido continuar en la escuela, sólo podía tener
acceso a una profesión de tipo manual. Le ofreció llevarlo a aprender el oficio
de zapatero o sastre. Mi padre eligió este último. Empezó las primeras lecciones en Peñarroya,
en casa de una tía materna pero por aquellos años había un sastre que venía a
Conquista (pueblo distante 9 kilómetros de La Garganta pero perteneciente a la provincia de Córdoba) desde Villanueva. Allí siguió mi padre como aprendiz.
Aprendió pronto y enseguida puso un pequeño taller en el “Rinconcillo”, ya
entonces y todavía hoy vivienda del maestro Don Vidal, en Conquista.
El patio de la sastrería de "El Rinconcillo". Mi madre a la máquina de coser, mi tía Mariquita con la plancha |
Mi padre, siempre elegante, a la derecha. |
De pronto, una familia se queda
sin trabajo y sin casa. Mi abuelo, para la época, era ya un hombre viejo. Mi
abuela empezaba a sentir los primeros
síntomas de lo que luego vendría: la pérdida de movilidad que acabaría
convirtiéndose en parálisis. De todas formas no se arredró. Cogió a la familia
y se trasladaron a Conquista, población mayor que La Garganta y donde mi padre tenía el taller, a una casa de alquiler. Eran habitaciones con derecho a cocina, como era costumbre antes cuando uno no podía
pagarse una casa propia. La casa pertenecía a los Molero, con los que la compartían, en la actual calle Sol.
El cabeza de familia se vio forzado entonces a hacer todo tipo de trabajos.
Arreglos de carpintería, estaño, barro, hierro, electricidad, confección de
todo tipo de trampas para animales, etc, etc. Afortunadamente era muy hábil y
mañoso, además de emprendedor. Lo mismo hacía una ventana, que construía un aparador, lo
mismo un cacharro de latón que una radio.
En los años de La Garganta vivían en la
abundancia, ya que tenían gallinas, cabras, colmenas, huerto. Aprovechaba toda la riqueza del entorno y todo de lo que se
pudiera sacar algo, pues para él era primordial que sus hijos se prepararan y
eso, en aquellos tiempos, con los sueldos que había, costaba mucho trabajo.
Además ninguno podía estudiar en el sitio donde vivían, con lo cual todo se
hacía más costoso. La gente le llevaba las escopetas para que las ajustara y,
estando en Conquista, inventó una incubadora con unos artilugios que rellenaba
de picón, donde consiguió criar pollos. Mi abuelo hacía a todo y de todo entendía,
también enseñó a mi padre todo lo que él sabía. En Conquista tenían un par de
podencos y seguía conservando su escopeta, que no sé qué mañas se daría para
esconder porque por supuesto no tenía permiso de armas ni podía disponer de él.
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