sábado, 26 de mayo de 2012

EMILIO LUQUE, MI PADRE (1)


Esta tarde, mientras cosía el dobladillo de un vestido, me he acordado de mi padre y me ha apetecido de pronto recordarlo poniendo aquí lo que escribí sobre él para unas páginas de mi pueblo. Esto fue en enero del 2010.
                            -------------------
Cuando el cáncer empezó a atacar fuerte a mi padre, vivió un tiempo conmigo en Toledo. Uno de los primeros días bajó a tomarse un vino, como era su costumbre, a un bar cerca de casa. Por suerte, nunca tuvo dolores y pudo, casi hasta el final, hacer una vida normal. Así, la primera vez que bajó al mismo bar adonde yo había ido durante los dos años que llevaba abierto a tomar alguna caña y a comprar el pan casi a diario, se hizo amigo del dueño, averiguó que estaba casado con una nieta de Montoya (tabernero de mi pueblo), que vivían en un pueblo de Toledo y a qué se dedicaba toda la familia. Cuando fui a recogerlo allí, el dueño del bar, que me había visto en multitud de ocasiones, me trató de forma diferente y, como casi todo el mundo que ha conocido a mi padre, alabó su simpatía y su carácter alegre. Relato aquí esta anécdota porque describe perfectamente cómo era, cómo se comportaba a pesar de su minusvalía: era sordo.

Mi padre con su hermano mayor
Mi padre, Emilio Luque Gordillo, nació en Peñarroya (Córdoba) el 24 de noviembre de 1921. Su padre, Manuel, era oriundo de Bélmez y su madre, Emilia, de Peñarroya, donde tuvo a los tres hijos que le vivieron: Manuel, Emilio y Adela, aunque ésta nació cuando ya vivían en La Garganta (Ciudad Real), mi abuela se iba a dar a luz al pueblo donde residían sus padres.

Cuando nació, Emilio era un niño hermoso y sano pero a la edad de dos años fue aquejado de grandes fiebres debido a la meningitis. La penicilina, que hubiera cortado la enfermedad de raíz, aún no estaba al alcance de todos, y no fue posible evitar la secuela que le dejó la altísima fiebre: sordera.

Por ignorancia, hemos llamado siempre sordomudos a los sordos. Ahora, las asociaciones de sordos reivindican su verdadero nombre. Ellos, en efecto, no son mudos, pueden hablar. Es verdad que, al no poder oírse y sin nadie que los guíe, muchos hablan mal o con la voz distorsionada. Afortunadamente hoy en día se cuenta con especialistas que los enseñan. Recientemente, además, acaban de ver reconocido oficialmente el lenguaje que utilizan para entenderse entre ellos y con los demás: la lengua de signos. Quiero recordar aquí que la sordera es una gran desconocida, ha estado poco atendida y los sordos sufren de más impedimentos y mayor aislamiento del que se aprecia a simple vista, precisamente porque su minusvalía pasa desapercibida con frecuencia.

Mi abuelo empezó a trabajar para la compañía del ferrocarril “Peñarroya” en los primeros años veinte del pasado siglo en el pueblo del mismo nombre. Allí, durante esos años, fue teniente de alcalde por el partido socialista de Pablo Iglesias. Era también ugetista y en su casa se recibía el boletín del partido y del sindicato puntualmente.

Hacia finales de esa década fue trasladado a La Garganta (C. Real). Se estaba construyendo entonces la línea que uniría Peñarroya con Puertollano por tren. Allí trabajó como jefe de la subestación eléctrica. Al principio vivieron en el pueblo, separado de la estación de ferrocarril, y mi abuelo bajaba diariamente hasta la subestación, hasta que le dieron vivienda (seguramente antes no estaban hechas) en una de las casetas situadas enfrente de la estación.

Mi abuelo enseñó a leer y escribir a mi padre siendo éste bien pequeño y cuando tenía más o menos siete años lo envió a estudiar a una escuela especializada en Madrid. No estuvo mucho tiempo, creo que no llegó a tres años. Con la alteración y los desórdenes que se originaron a la llegada de la República, mi abuelo pensó que podía haber problemas y se lo trajo a La Garganta. Debía tener entonces unos diez años.

Mi padre, en el colegio de Madrid.
Durante este tiempo, el hijo mayor, Manuel, permanecía en Pueblonuevo en casa de una tía paterna estudiando en el instituto de segunda enseñanza. Sólo se desplazaba a La Garganta durante los veranos y las vacaciones de Navidad.

Mi padre me ha contado mil anécdotas de su niñez en La Garganta. El abuelo Manuel era muy serio y exigente. Lo levantaba todos los días a las 6 de la mañana y se lo llevaba al campo a “acarear” la comida del día. Esto, según mi padre, lo hacían todos los días del año sin excepción. Salían con la escopeta, con trampas o con lo que fuera y enseguida venían con un conejo, una liebre, un par de perdices, etc. Mi padre tenía la obligación de llevárselos a su madre ya despojados de pieles o plumas, listos para cocinar. Otras veces, las menos, tocaba pesca. Él se quedaba limpiando lo pescado o cazado y mi abuelo se iba puntualmente a su trabajo. Cuando terminaba su horario, aprovechaba la mesa del pequeño despacho que tenía en la subestación para dar clase a los niños que no podían ir a la escuela.

Los años de la guerra los pasó también mi padre en La Garganta. Al comienzo de ésta, su hermano mayor, Manuel, seguía en Pueblonuevo estudiando y haciendo sus pinitos como poeta en el boletín que editaba el Instituto. También escribía de vez en cuando algún artículo en el periódico “El Ideal”, ‘Órgano de la clase obrera de la Cuenca y portavoz de las ideas socialistas’, editado en Peñarroya-Pueblonuevo. Allí ya dejaba ver su tendencia socialista y, por eso, a raíz del golpe de estado de Franco, tuvo que quitarse de en medio y regresó a casa de sus padres. Su idea era ir a luchar al lado del gobierno legalmente constituído y contra los insurrectos, pero mi abuelo no se lo permitía porque aún no había cumplido los 18. Hasta que un día, mintiendo, pidió dinero prestado a una vecina amiga de su madre, Cesárea, y fue a alistarse. Mi tío Manolo, así lo llamábamos, estuvo en varios frentes durante el tiempo que duró la guerra y cuando ésta terminó, se encontraba en Barcelona. Tuvo el tiempo justo de pasar la frontera y, como tantos españoles, fue a dar con sus huesos en un campo francés de refugiados. Aunque lo pasó mal, las condiciones de este campo no tenían nada que ver con las que le tocó sufrir cuando, luchando en la resistencia francesa contra los nazis, acabó prisionero en un campo de concentración en Austria. Pasó toda la Guerra Mundial prisionero en unas condiciones espantosas hasta que fue liberado por los aliados. Por supuesto, como “rojo” reconocido tenía totalmente prohibido entrar en la España de Franco.

Mi abuelo, previsor, pensó que mi padre, puesto que no había podido continuar en la escuela, sólo podía tener acceso a una profesión de tipo manual. Le ofreció llevarlo a aprender el oficio de zapatero o sastre. Mi padre eligió este último.  Empezó las primeras lecciones en Peñarroya, en casa de una tía materna pero por aquellos años había un sastre que venía a Conquista (pueblo distante 9 kilómetros de La Garganta pero perteneciente a la provincia de Córdoba) desde Villanueva. Allí siguió mi padre como aprendiz. Aprendió pronto y enseguida puso un pequeño taller en el “Rinconcillo”, ya entonces y todavía hoy vivienda del maestro Don Vidal, en Conquista.
El patio de la sastrería de "El Rinconcillo". Mi madre a la máquina de coser, mi tía Mariquita  con la plancha  


Mi padre, siempre elegante, a la derecha.
Al acabar la guerra, mi abuelo fue encarcelado, a pesar de no haber tomado parte en la contienda y haberse mantenido al margen cumpliendo escrupulosamente su trabajo. Pero no tenía las mismas ideas que los vencedores (pensar era peligroso en la nueva etapa) y eso había que hacérselo pagar. Así que, además de cárcel, la compañía lo expulsó del trabajo y se quedó en la calle.

De pronto, una familia se queda sin trabajo y sin casa. Mi abuelo, para la época, era ya un hombre viejo. Mi abuela empezaba  a sentir los primeros síntomas de lo que luego vendría: la pérdida de movilidad que acabaría convirtiéndose en parálisis. De todas formas no se arredró. Cogió a la familia y se trasladaron a Conquista, población mayor que La Garganta y donde mi padre tenía el taller, a una casa de alquiler. Eran habitaciones con derecho a cocina, como era costumbre antes cuando uno no podía pagarse una casa propia. La casa pertenecía a  los Molero, con los que la compartían, en la actual calle Sol. El cabeza de familia se vio forzado entonces a hacer todo tipo de trabajos. Arreglos de carpintería, estaño, barro, hierro, electricidad, confección de todo tipo de trampas para animales, etc, etc. Afortunadamente era muy hábil y mañoso, además de emprendedor. Lo mismo hacía una ventana, que construía un aparador, lo mismo un cacharro de latón que una radio.

 En los años de La Garganta vivían en la abundancia, ya que tenían gallinas, cabras, colmenas, huerto. Aprovechaba toda la riqueza del entorno y todo de lo que se pudiera sacar algo, pues para él era primordial que sus hijos se prepararan y eso, en aquellos tiempos, con los sueldos que había, costaba mucho trabajo. Además ninguno podía estudiar en el sitio donde vivían, con lo cual todo se hacía más costoso. La gente le llevaba las escopetas para que las ajustara y, estando en Conquista, inventó una incubadora con unos artilugios que rellenaba de picón, donde consiguió criar pollos. Mi abuelo hacía a todo y de todo entendía, también enseñó a mi padre todo lo que él sabía. En Conquista tenían un par de podencos y seguía conservando su escopeta, que no sé qué mañas se daría para esconder porque por supuesto no tenía permiso de armas ni podía disponer de él.



No hay comentarios:

Publicar un comentario