Pasados los años más duros de la represión fue admitido de nuevo en la compañía y se volvieron a vivir a La Garganta. Mi padre, para entonces, seguía con la sastrería en el Rinconcillo y hacía el camino desde La Garganta a Conquista todos los días. Cogía el primer tren de mercancías y volvía en el último. Mi tía Adela le preparaba la merienda todas las noches, ya que mi abuela empezaba a no poder valerse. Mi padre me contó que alguna vez tuvo que hacer este camino andando.
El pequeño taller consistía en una habitación con puerta a la calle, así que tenía entrada independiente. Utilizaban esa habitación y con el buen tiempo el patio (hay una foto por ahí). La sastrería del Rinconcillo se abrió hacia el 45 o quizás antes mientras mi padre vivía con su familia en casa de los Molero. Enseguida empezó a tener trabajo y pronto comenzó a ser él el maestro y a tener, a su vez, aprendizas. Entre las muchas que tuvo, mi madre y sus hermanas. Mi madre era la que iba con más asiduidad porque su salud ya entonces era delicada y en su casa la eximían de las tareas que debían hacer el resto de sus hermanas, tales como segar, recoger aceitunas, arrancar garbanzos, vendimiar y en general todas las tareas del campo y las más duras de la casa.
Así que enseguida se hicieron novios aunque tardaron en casarse. Mi padre no era bien visto en la familia de mi madre, fundamentalmente porque tenía una minusvalía y además era ocho años mayor que ella.
Por esa época, mi abuelo hizo buenos amigos en Conquista. De los que oí citar con más frecuencia, Juan Alfonso Gutiérrez y, más aún, Miguel Cantador. Hay una anécdota que no me resisto a contar: durante el tiempo que mi tío estuvo en el campo nazi, conoció a una chica austriaca del exterior y a través de ésta enviaba cartas a mi abuelo. Cuando se reunían a charlar Miguel y él, leían las cartas que mandaba mi tío y ambos, uno representante de Falange y el otro, socialista declarado, lloraban juntos.
Al poco tiempo del reingreso en su antiguo trabajo, mi abuelo murió debido a un cáncer de estómago que nunca se trató. Con el dinero recibido a su muerte mi padre compró el solar de la estación, donde mandó construir la casa donde yo nací y que todavía conservamos. Aunque no lo sé exactamente, la secuencia debió ser más o menos así: vuelta a su puesto de trabajo en el 47, muerte en el 48, terminación de la casa en el 49. Cuando llegué al mundo, la estaban estrenando.
Pusieron la sastrería en la primera habitación de la derecha. Mi padre tenía la máquina cerca de la ventana, y la mesa de cortar y planchar al fondo a la izquierda. Esta habitación y la que hacía de cocina comedor, solada con restos de baldosas sobrantes de otras obras, pero formando un bonito dibujo, eran las únicas no terrizas de la casa. Durante los años sucesivos mis padres fueron enlosando toda la casa por etapas, excepto la sastrería, que tenía el suelo encementado y así lo conservó hasta el final. Como la capa de cemento tenía más arena de la debida, se gastaba y resquebrajaba con frecuencia y mi padre volvía una y otra vez a parchearla comprando un poco de cemento y haciendo él mismo de albañil.
Durante toda la etapa que va del 49 al 62 pasaron por mi casa buena parte de las chicas jóvenes del pueblo para aprender a coser y también en algún caso “por hacer algo”. En algunos momentos había tantas que no sólo ocupaban la habitación dedicada a sastrería, sino también todo el pasillo. Afortunadamente los meses fríos eran pocos y también se podía utilizar el primer corral, emparrado y más adecentado que el último, del que lo separaba una valla metálica. Este primer patio recuerdo cómo mi padre lo iba empedrando poco a poco. Cuando tenía las piedras (cantos rodados) y el tiempo suficientes, dedicaba alguna mañana de domingo a empedrar algún metro más.
En la nueva sastrería con mi abuela, mis padres y mi tía. |
Hasta finales de los 50, mi padre vivió holgadamente de su trabajo. Entonces, toda la ropa se hacía de encargo. Mi padre confeccionaba todo tipo de prendas: lo mismo hacía una chambra, unos pantalones de pana o un abrigo que le daba la vuelta a una pelliza o armaba un elegante traje de chaqueta cruzada. Cuánta gente me ha dicho en Conquista “tu padre me hizo el traje de mi boda” o “tu padre me hizo mis primeros pantalones largos”. El trabajo era abundante y, además de las muchas ayudantas-aprendizas (eran todas mujeres a excepción de un chico), mi madre también echaba una mano los ratos que la casa y los hijos le dejaban libre. Ella se dedicaba a las cosas más delicadas, como hacer ojales, que en aquel entonces se hacían con un hilo gordo especial de seda, o poner mangas, tarea que sólo llevaban a cabo mi padre, ella y alguna más aventajada que estuviera ya aprendiendo corte.
En la sastrería siempre se respiró buen ambiente, o al menos ése es mi recuerdo. Mi padre bromeaba con las chicas y siempre me pregunté si mi madre sobrellevaría bien las confianzas que mi padre se tomaba. Es verdad que cuando quería ponerse serio sabía hacerlo muy bien y las chicas, entonces, le temían.
La clientela de mi padre era de Conquista, por supuesto, pero también venía gente de La Garganta , del Horcajo, de los cortijos de los alrededores y otra que, no viviendo en el pueblo, trabajaba en la línea de vía estrecha y conocía el buen hacer y los módicos precios de la sastrería.
Mi padre, sin jefes ni necesidad alguna de “fichar”, siempre tuvo una responsabilidad y una disciplina férrea para el trabajo. Tanto en Conquista como en Madrid iba a tomarse sus vinos cuando acababa su jornada. A mediodía, los días de diario, se tomaba un vino en casa antes de comer. Por la tarde, después de un montón de horas trabajando, solía salir un ratito. Los fines de semana (sábado por la tarde y domingo), y siempre que no tuviera nada urgente, los solía aprovechar, sobre todo cuando ya estaba en Madrid, para reunirse con los amigos y hacer pequeñas excursiones.
En el año 52 nació mi hermano Juan y mis padres seguían marchando bien. En casa se mataba un cerdo al año, cosa que no se podía hacer en todos los hogares y, como en todas las casas de Conquista de aquel entonces, había un surtido gallinero. Un poco tiempo antes había muerto mi abuela Emilia, así que mi tía Adela, que había estado todo el tiempo cuidando a su madre, ya totalmente inválida, al no tener ataduras, se fue primero a Madrid y luego a lo que entonces era el Congo francés, a su capital, Brazzaville. Allí había ido a parar mi tío Manolo y éste la reclamó. Mis padres empezaron a vivir solos con sus hijos por primera vez.
Hacia el año 55 ó 56 mis padres recibieron carta de mi tío Manolo, que había venido a Francia, estaba próximo a la frontera y quería ver a mi padre a toda costa. No se habían visto desde el 36 y mi tío no había podido asistir siquiera al entierro de sus padres, a los que nunca pudo volver a ver. Seguía todavía sin poder cruzar la frontera, a riesgo de que lo metieran preso.
Se citaron en un lugar fronterizo que no puedo precisar. Mis padres emprendieron el viaje solos, dejándonos a mi hermano Juan y a mí a cargo de mi abuela Mª Josefa y mi tía Mariquita, que aún estaba soltera. El viaje fue hasta Córdoba, de allí a Madrid y desde Madrid al deseado y esperado encuentro. Por desgracia, no pudo ser. Fuera por inexactitudes en el horario o en el lugar, o por el peligro de ser descubiertos, el caso es que el encuentro se frustró. No se pudieron ver. Mi padre entró entonces en una gran depresión a la que se añadió un miedo terrorífico a ser detenido. Esto sólo lo podrá comprender quien haya vivido aquella época y no fuera franquista. Volvieron todos los recuerdos del reciente pasado, de su hermano huido, su padre encarcelado y echado del trabajo, los bombardeos y los aviones del campo de aviación de La Garganta. Para colmo de males, entró casualmente en el compartimento que ocupaban una pareja de la Guardia Civil y se quedó todo el trayecto en el mismo vagón, lo que aumentó el terror de mi padre.
Cuando, a la vuelta, llegaron a la estación de Córdoba, mi padre venía ya totalmente desquiciado, mi madre no lo pudo controlar, él no podía oír los trenes y fue atropellado por uno. Podía haber sido peor, pero sólo perdió un pie. Fue un gran drama familar. Mi madre, que no había salido apenas de Conquista, si no es para ir a Villanueva o Hinojosa, se encontró sola en una ciudad desconocida y con un marido en el hospital y, lo que es más, todos los ahorros fundidos. Afortunadamente había unos buenos amigos allí que la hospedaron y la ayudaron en todo.
Al volver a Conquista, la recuperación fue lenta. El estado anímico de mi padre estaba muy bajo y tardó bastante tiempo en reponerse. La pierna afectada era justamente la utilizada en la máquina de coser. Por suerte sus hermanos estuvieron al quite tanto económica como moralmente, y con ayuda de una prótesis poco a poco fue saliendo del pozo y empezó a hacer vida normal. Volvió su ánimo de siempre.
En el año 60 nace mi hermano Emilio y para entonces ya nos había visitado mi tío un par de veces, sin problemas ya en la frontera. Precisamente en esos años empezó la falta de trabajo, la gente emigraba, no había dinero y la confección empezaba a estar al alcance de cualquiera, así que el trabajo de la sastrería se resintió. Mis tíos empezaron a intentar convencer a mis padres para que abandonaran el pueblo. Al principio mi madre se resistió pero la situación iba empeorando y ante la falta clara de futuro alguno ni para ellos ni para nosotros, sus hijos, partimos, como tantos otros, hacia Madrid en el verano del 62.
La pobreza era tan cruda que en la mente de la gente de aquel entonces no se veía ninguna perspectiva de poder volver algún día. Por eso se vendía todo lo que se poseía, empezando por la casa. Por eso y por la auténtica necesidad de reunir todo el dinero posible. Mis padres por fortuna no tuvieron que deshacerse de la casa. También es verdad que el principal obstáculo, la casa en Madrid, ya lo tenían solucionado.
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