Mi uniforme pédico portugués |
De vuelta de una escapadita al sur, retomo mi viaje a Portugal que, a partir de ahora, irá más ligero. Primero porque los recuerdos empiezan a no ser tan nítidos y segundo y no menos importante porque no quiero aburrir. No tocaré la entrada anterior a pesar de la dislocación de los piés de fotos y algún olvido menor.
Como decía al final de mi última entrada, llegamos pronto a Figueira da Foz, ya que nos separaban pocos kilómetros. Era término final y definitivo (me diréis que es redundante, pero no del todo) del Mondego y, afortunadamente, pasajero nuestro.
8888888888888888888888888888888888888888888888888888
Declaración solemne: una suele ser previsora. Explico: antes de salir, servidora miró los mapas del tiempo de los lugares que iba a visitar, vió que iba a hacer fresquito, que las máximas estarían en torno a los 26º. Bien.
Paso momentáneamente a la primera del presente de indicativo (ustedes me perdonarán la continua alternancia de tiempos verbales pero es mi forma de escribir). Con esos datos, echo en la maleta un par de chaquetillas y alguna camiseta de manga larga para los atardeceres. Pues bien, todo, absolutamente todo lo que llevaba de abrigo, más dos pares de calcetines de lana comprados en Figueira, es lo que he vestido el resto de mi estancia allí. Las zapatillas las he repetido para la playa y para las visitas, para el hotel, para el restaurante, para el desayuno, el almuerzo y la cena, siempre con los calcetines de lana incorporados. El resto del calzado que llevaba dejaba los deditos al aire.
Las previsiones me jugaron una mala pasada. Un día incluso me probé un bañador y me puse ropa encima con la ilusión de, una vez tumbada al sol y al abrigo de los vientos, poder despojarme de las variadas chaquetas. Já, craso error. Sólo pude quitarme la primera capa y el pañuelo de la cabeza. Ni que decir tiene que no os puedo decir qué temperatura tenía el Atlántico por aquella zona: no la comprobé ni con la puntita de mi ortejo mayor(1).
Vistas desde la terraza, a izquierda y derecha (o viceversa).
Todo lo anterior no ha sido impedimento para disfrutar de esa playa espléndida que tiene Figueira.
Nuestra habitación terminaba en una amplia terraza al mar y las vistas sobre la playa eran muy buenas. Ahí, a la caída del sol, es donde únicamente (si el día no estaba nublado) podía lucir un poco mis crudas carnes. Disponía de cómodas sillas que yo aprovechaba para leer o jugar a Apalabrados, mi último reciente vicio. Las puestas de sol eran largas y no hubo día que no hiciera fotografías desde todos los ángulos y en cada momento de la caída del astro rey. Cada una parecía mejor que la anterior.
Ataviada de esta guisa transcurrieron mis días figueiriños. |
Hasta ahora pensaba que las playas más anchas estaban por Huelva o Cádiz o tal vez en el mismo Algarve portugués; nada de eso. Esta es kilométrica, nunca había visto ninguna así. Cuando llegas a la orilla vas agotada. No me imagino cargada con sombrilla, silla y cachivaches para los peques caminando hasta alcanzarla. Cuando acaba la madera, aún queda un buen trecho de arena; eso sí, limpia y blanca, como se aprecia en las fotos.
(1) Para que no vayáis al diccionario, ortejos llaman a los dedos de los pies en Chile y Méjico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario