miércoles, 24 de noviembre de 2010

QUIETUD



Ayer visité a mi madre en el hospital. Todos conocíamos ya cuál iba a ser el desenlace, por eso, desde hacía unos días, la habían cambiado a una habitación un poco más aislada y que ocupaba ella sola.
Al entrar, giré el pomo de la puerta con suavidad porque, a pesar de que ya sabía que no le molestaría el ruido, el silencio reinante en toda esa ala del hospital casi obligaba a ir de puntillas.
Avancé sigilosa hacia la cama y solo cuando estuve a su lado oí su débil respiración, jadeante y trabajosa. Se me partió el alma.
Era un día luminoso y el sol se colaba en la habitación a través de las persianas a medio bajar. Los visillos descorridos ni siquiera se movían, ya que las ventanas permanecían cerradas: el aire, a esas alturas de noviembre, era ya fresco. El frotamiento de las hojas y el alegre gorjeo de los pájaros, oídos al atravesar el jardín, allí ni siquiera se intuían.
Aunque sabía que estaba inconsciente, mis pasos ligerísimos al entrar parecieron despertarla. Era imposible, claro, pero de lo que sí estaba segura era de que su respiración se había acelerado. Le tomé la mano y en ese momento noté una relajación en su rostro. Su pecho subía y bajaba cada vez más pausado y de su cara se había borrado un poco el rictus de sufrimiento de los últimos días.
En ese momento abrió la puerta la enfermera. El ruido, habitual en cualquier otro momento, me pareció estruendoso en aquella quietud. La chica misma fue consciente de haber roto algo. Miró el cuadro un poco extrañada y me pareció que sus ojos querían pedir perdón sin saber muy bien por qué.

viernes, 12 de noviembre de 2010

La primera vez

Esta vez tocaba como ejercicio "La primera vez". Era evidente que no se trataba de la primera vez que todo el mundo imagina, sino de contar otras experiencias. Empecé entonces a pensar en temas importantes como mi primer hijo, la primera vez que monté en avión (o en barco, en bicicleta, en globo), la primera vez que vi el mar, la primera vez que me enamoré, la primera vez que estue en África (o crucé el Atlántico...), o cualquier otra cosa interesante. Pero, de pronto, recordé una anécdota sencilla: la primera vez que comí espárragos, espárragos blancos.

Yo era entonces una niña de pueblo recién llegada a Madrid y conocía muy bien los espárragos trigueros. En mi pueblo los había (y los hay) en abundancia y a mí me gustaban mucho desde siempre. Los blancos, en cambio, no los conocía. Es más, no sabía que existieran.

En Madrid, a veces acompañaba a mi tío Manolo cuando iba a recoger a mis primas para pasar el fin de semana juntos (estaban internas en un colegio del centro de Madrid); solíamos ir entonces a buenos restaurantes. Uno de aquellos sábados, enfilamos la carretera de La Coruña y paramos en un restaurante precioso, situado a la derecha.

Una vez sentados todos a la mesa, el camarero nos dió una carta a cada una de nosotras, a pesar de que todavía éramos unas mocosas. Cuando vi la palabra espárragos se me pusieron los ojos como platos. "Qué raro -pensé-, no es época pero ¡me gustan tánto!". Miré el precio y, aunque me pareció desorbitado, estaba en consonancia con lo que mis primas estaban "cantando" que querían. Así pues, solicité espárragos de primero y un segundo plato que, evidentemente, no recuerdo. Sí recuerdo con nitidez la impaciente espera y la decepción cuando vi el plato. ¿Qué era eso? Pues era lo que yo había pedido. Resignada, me decido a probar aquello y mi primera dificultad la encontré en cortar el primer trozo: aquello se deshacía en hebras. De todas formas, el mayor desencanto lo experimenté cuando por fin probé el primer bocado: me pareció sencillamente horrible, incomible. Estuve dándole vueltas a los esparrágos en el plato e intenté probar un segundo bocado: imposible. Me armé de valor y dije que no me gustaban, y expliqué que los había pedido porque yo creía que eran "como los del pueblo". Afortunamente mi prima vino rápida en mi ayuda brindándose a tomarlos ella. Así terminó mi primera experiencia con los espárragos blancos.

Después, cuando crecí, empecé a insistir con ellos pues deducía que una vez habituada a comerlos iba a disfrutar haciéndolo. Y así fue. Recuerdo cómo los solía pedir las primeras veces que fui con algún noviete a un restaurante, cómo alguno me enseñó a cortarlos con un corte limpio, de dos en dos. Durante una época fue mi plato preferido y los tomaba como primero allí donde iba. Más tarde, ya casada, dejé de hacerlo pues era muy fácil abrir la lata en casa. Para el restaurante dejaba cosas de más difícil factura. También los compré frescos en el mercado, aunque no muchas veces, porque su limpieza entrañaba mucho tiempo y era difícil dar con su punto exacto de cocción.

Ahora sé muchas cosas sobre los espárragos, entre ellas la procedencia de su nombre: viene del latín sparagus, que deriva del griego aspharagos, que, a su vez, proviene del persa asparay. En casa, aunque nunca faltan latas y botes de varios tamaños, se toman muy de tarde en tarde.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL CONCIERTO

Ayer estuve viendo una película de 2009, aunque en España fue estrenada en marzo de este año. El director, Radu Mihaileanu, nació en Bucarest en 1958, la música es de Armand Amar y la fotografía de Laurent Dailland.

El Concierto, así se llama la película, es una comedia de producción francesa, italiana y belga que trata con humor el drama del despido de un director de orquesta.

Copio aquí lo de otros especialistas, pues para eso los hay que lo dicen mejor que lo haría yo:

"En la época del dirigente soviético Brezhnev, Andrei Filipov tiene una gran reputación. Pero su decisión de tener entre sus filas a instrumentistas de origen judío, entre los que se encuentra su amigo Sacha, le llevará a la decadencia. Tras mucho tiempo trabajando como limpiador en el mismo centro donde una vez fue célebre, el Bolshoi, éste encuentra un fax en el despacho de su jefe en el que lee que la orquesta oficial de la institución ha sido invitada para dar un concierto en el Teatro de Châtelet de París. La trama se precipitará cuando el protagonista decida reunir a sus antiguos compañeros para hacerse pasar por miembros de Teatro Bolshoi y viajar hasta París. A partir de entonces la comedia estará plagada de situaciones delirantes que provocarán grandes carcajadas en el espectador".

Esto dice otro, más crítico:

"Prima el enredo de sainete sobre la alta comedia, el sentimentalismo sobre el sentimiento y el pasteleo sobre el romanticismo. Mihaelanu dibuja su comedia a costa de estereotipos, cebándose en la pintoresca informalidad de una tropa rusa presuntamente entrañable que se alimenta del tópico y de la gracieta antropológica de pincel grueso. Aparatosa, por tamaño, pretensiones y duración, "El concierto", nominada este mismo año a tropecientos premios César tiene la virtud de ser de esas raras películas europeas que calan entre los gustos del gran público. Pero todo a costa de aflojar las tuercas hasta el límite de la descompostura y el estropicio. Se nos escapan los motivos de su éxito taquillero y académico, no vende ni un solo minuto de cine genuino o perdurable a pesar de los loables esfuerzos de Melanie Laurent y Aleksei Guskov por enmendar el desaguisado general y el desafinadísimo collage de estados de ánimo. El concierto maneja claves de película intensa, con dobleces sociohistóricas interesantes, y materia prima narrativa con visos de cuajar en algo serio; pero Mihaileanu no sabe dónde posar el pie; quiere una película profunda sobre redenciones artísticas de gran calado y a la vez quiere una comedia histriónica y de enredo para camelarse al gran público. Al final su película está más cerca del segundo registro que del primero, y toca echar cuentas con una ficción populachera e indigestamente campechana, folclórica y ruidosa que se pierde en la tarea de ensamblar tonos diversos atrapada en una maraña de géneros muy procaz, abigarrada y desconcertante. El concierto es cine europeo de autor y multisala; un cóctel del que rara vez emergen filmes perdurables, un poco, para entendernos, en la estela romántico-festiva de la irregular, y con todo muy superior, "La banda nos visita".

A pesar de esta crítica, tengo que decir que me reí a carcajadas en un montón de ocasiones (quizá porque pertenezco a lo que el crítico llama "gran público"), lo cual no ocurre muy a menudo, así que solo por eso ya me gustó. Es verdad que está llena de tópicos pero ¿qué comedia no lo está? Tenemos  al judío avaro y usurero, al comunista trasnochado (casi todos), al sentimental, al virtuoso... A pesar de la clara exageración creo que hay un montón de personajes muy bien definidos. Con todo, quizá el momento de mayor intensidad se produce cuando la película termina con la interpretación íntegra del concierto para violín en re mayor de Tchaikovsky.

Lo pasé realmente bien, así que la recomiendo.



C A L A B A Z A S



Ahora, que estamos en otoño, tiempo de castañas (qué ricas al notar el frío de la calle saliendo del Metro), de frutos secos, de setas, de calabazas, de batatas y boniatos, me apetece poner aquí esta foto. Y, de paso, reivindicar como muy nuestra la costumbre de vaciar las calabazas por arriba, hacerles agujeros en la piel simulando ojos y boca y meter una vela dentro. Esto también se hacía con las sandías; eran tiempos de penuria y había que aprovecharlo todo, por eso utilizábamos las que ya estaban muy maduras y se habían quedado sin comer. Las calabazas, si había pocas, teníamos que preservarlas para la matanza, ya cercana. También es verdad que para nosotros, niños, era más fácil portar una sandía (a la que se le ensartaban unas cuerdas para llevarla) que una gran calabaza. Las cuerdas podían ser hechas con esparto o con juncia.

Por tanto, la costumbre de Halloween no tiene su origen en EEUU, como nos repiten continuamente, ya la teníamos aquí hace muchos años. Ahora se empieza a decir que es celta, pero nunca se cita que aquí, desde hace muchísimos años, se vaciaban las calabazas para los Santos y Difuntos. Me consta que por toda Andalucía, pero, aunque no me he puesto a investigar, también he oído testimonios de otras zonas de la península.



miércoles, 3 de noviembre de 2010

R O B O

El ejercicio era el siguiente: tenéis que imaginar que podéis quedaros con algo ajeno tranquilamente. Podéis robar, engañar, etc., con la seguridad de que nunca vais a ser descubiertos. A mí me salió lo que sigue:

.o0O0o.

Alguna vez había soñado (¿o lo había pensado?) que me encontraba en la cueva de Ali Babá o, al menos, lo que yo imaginaba que sería esa cueva: una habitación repleta de cofres con todo tipo de joyas, piedras preciosas de todos los colores y tamaños y cientos, miles de monedas de oro tiradas por aquí y por allá, en completo desorden. Seguramente esa idea provenía de alguna ilustración perteneciente a alguno de los cuentos leídos en mi niñez.

Bueno pues ahora ese sueño se había convertido en realidad. Tenía todas esas joyas y monedas a mi alcance. No eran tantas ni tan brillantes, pero sí había una buena cantidad ofreciéndose en los cajones abiertos de aquella mesa antigua de despacho.

Nadie podía suponer que yo estaba en ese momento en esa habitación. La llave había llegado a mis manos de forma anónima y un tanto rocambolesca, así que si yo decidiera quedarme con un buen montón de monedas y “piedrecitas” nadie, nunca, pensaría en mí. Además, y muy importante, llevaba sitio de sobra para camuflarlas. Sí, decididamente me las llevaría conmigo.

Empecé a llenar la bolsa con decisión mas, a medida que se completaban suss recovecos, me empezaron a asaltar algunas dudas: ¿qué haría con todo eso? Estaba claro que tendría que convertirlo en dinero contante pero ¿cómo?, ¿adónde lo llevaría?

Nunca había hecho una gestión así, no sabía a quién dirigirme y lo más seguro es que dejara rastro. Ese rastro se haría bien visible y su conocimiento llegaría a oídos de mi familia, mis amigos, mis compañeros de trabajo… No, finalmente no podía hacer aquello. Comencé a vaciar la bolsa con parsimonia mientras seguía dándole vueltas al asunto. Siempre había sido un poco cobarde, además de pesimista. ¿Por qué tendrían que enterarse? ¿Por qué tendría que acabar mal? ¿Es que acaso no me podía salir algo bien alguna vez? Tenía que cambiar mi forma de pensar.

Lentamente volví a coger los puñados de monedas y gemas (ahora ya estaban mezcladas) y a introducirlas de nuevo en la bolsa, pero un hormigueo extraño empezó a agarrotarme los dedos y a subirme hacia las muñecas. Mis brazos de pronto se volvieron pesados, de manera que tenía que poner todo mi empeño para que me obedecieran. La tremenda fuerza ejercida me producía sudores. Mis miembros ya apenas me obedecían. En un supremo esfuerzo traté de limpiarme el sudor de la frente y el golpe que yo misma me propiné acabó despertándome.