Esta vez tocaba como ejercicio "La primera vez". Era evidente que no se trataba de la primera vez que todo el mundo imagina, sino de contar otras experiencias. Empecé entonces a pensar en temas importantes como mi primer hijo, la primera vez que monté en avión (o en barco, en bicicleta, en globo), la primera vez que vi el mar, la primera vez que me enamoré, la primera vez que estue en África (o crucé el Atlántico...), o cualquier otra cosa interesante. Pero, de pronto, recordé una anécdota sencilla: la primera vez que comí espárragos, espárragos blancos.
Yo era entonces una niña de pueblo recién llegada a Madrid y conocía muy bien los espárragos trigueros. En mi pueblo los había (y los hay) en abundancia y a mí me gustaban mucho desde siempre. Los blancos, en cambio, no los conocía. Es más, no sabía que existieran.
En Madrid, a veces acompañaba a mi tío Manolo cuando iba a recoger a mis primas para pasar el fin de semana juntos (estaban internas en un colegio del centro de Madrid); solíamos ir entonces a buenos restaurantes. Uno de aquellos sábados, enfilamos la carretera de La Coruña y paramos en un restaurante precioso, situado a la derecha.
Una vez sentados todos a la mesa, el camarero nos dió una carta a cada una de nosotras, a pesar de que todavía éramos unas mocosas. Cuando vi la palabra espárragos se me pusieron los ojos como platos. "Qué raro -pensé-, no es época pero ¡me gustan tánto!". Miré el precio y, aunque me pareció desorbitado, estaba en consonancia con lo que mis primas estaban "cantando" que querían. Así pues, solicité espárragos de primero y un segundo plato que, evidentemente, no recuerdo. Sí recuerdo con nitidez la impaciente espera y la decepción cuando vi el plato. ¿Qué era eso? Pues era lo que yo había pedido. Resignada, me decido a probar aquello y mi primera dificultad la encontré en cortar el primer trozo: aquello se deshacía en hebras. De todas formas, el mayor desencanto lo experimenté cuando por fin probé el primer bocado: me pareció sencillamente horrible, incomible. Estuve dándole vueltas a los esparrágos en el plato e intenté probar un segundo bocado: imposible. Me armé de valor y dije que no me gustaban, y expliqué que los había pedido porque yo creía que eran "como los del pueblo". Afortunamente mi prima vino rápida en mi ayuda brindándose a tomarlos ella. Así terminó mi primera experiencia con los espárragos blancos.
Después, cuando crecí, empecé a insistir con ellos pues deducía que una vez habituada a comerlos iba a disfrutar haciéndolo. Y así fue. Recuerdo cómo los solía pedir las primeras veces que fui con algún noviete a un restaurante, cómo alguno me enseñó a cortarlos con un corte limpio, de dos en dos. Durante una época fue mi plato preferido y los tomaba como primero allí donde iba. Más tarde, ya casada, dejé de hacerlo pues era muy fácil abrir la lata en casa. Para el restaurante dejaba cosas de más difícil factura. También los compré frescos en el mercado, aunque no muchas veces, porque su limpieza entrañaba mucho tiempo y era difícil dar con su punto exacto de cocción.
Ahora sé muchas cosas sobre los espárragos, entre ellas la procedencia de su nombre: viene del latín sparagus, que deriva del griego aspharagos, que, a su vez, proviene del persa asparay. En casa, aunque nunca faltan latas y botes de varios tamaños, se toman muy de tarde en tarde.
Maluca la primera vez que comí espárragos blancos, me pasó lo mismo, me quedé extrañada al verlos. Luego después hubo un tiempo que tenia que comerlos casi a diario, no porque me gustaran mucho sino porque en el bar donde comíamos, de primer plato solo tenían espárragos.
ResponderEliminarEspero que te hayan puntuado bien.
El esparrago blanco fresco, no de lata, es delicioso. Pero hay que saber prepararlos. Y los espárragos tienen que se frescos, cortados como muchos 2 días antes de comerlos.
ResponderEliminarLa época es en mayo-junio.
A ver si pongo alguna receta en mi blog de recetas.