lunes, 5 de diciembre de 2011

PERIPLO ARGENTINO-CHILENO (3)






Lo primero que llama la atención de Buenos Aires es el arbolado. Cuando llegamos estaba terminando la primavera y a punto de empezar el verano y las amplias avenidas y calles tenían los árboles esplendorosos, muchos de ellos en flor. Sus amplísimas avenidas y sus calles están repletas. La ciudad tiene además un montón de parques por donde la gente pasea, hace footing, saca a los perros o se tumba al sol. El primer día de estancia lo dedicamos a callejear, sin ningún plan concreto. Queríamos vivir la ciudad, tomar el metro, allí lo llaman subte, el autobús (colectivo), y cómo no, más taxis.
Salimos cargados con ordenador y mochila ya que aún no habíamos descubierto el Starbucks de al lado de casa y teníamos que comunicarnos con nuestro hijo. Los teléfonos españoles ni allí ni en Chile funcionaban. Sólo en zona wifi podías hacer uso del whatsapp o internet a través del iphone. En cualquier sitio de los barrios céntricos abundan los cafés con wifi, así que no fue difícil.
Anduvimos por Corrientes, Florida, etc. Ésta última es una calle de mucho comercio, con infinidad de tiendas de prendas de cuero, de lana y circula un apretado gentío entre sus calles. La gente se asombraba de que llevara la mochila a la espalda. En todos sitios, en el café, en el metro, por la calle, me sugerían tener cuidado. “Mejor póngala delante” decían, pero la verdad es que en ningún momento hubo problemas. Nos metimos a comer a una preciosa galería comercial (hay muchas) donde nos sorprendieron los adornos navideños al lado de gente con manga corta. Tuvimos mucha suerte al encontrar el Restaurante Francesca. Allí se veía gente de negocios, ejecutivos y chicas monas que debían trabajar por la zona junto a señoras “bien” que andaban de compras. Probamos la mejor carne de toda nuestra estancia: un buen solomillo de res que allí llaman lomo. Al lomo lo llaman bife.
A la salida, no pudimos resistir la tentación de algunas tiendas y picamos.
Por la noche habíamos quedado con unos conocidos que nos llevaron a un restaurante cuyo dueño era español. La carta disponía de algunos platos que podían hacernos caer en la tentación, pero afortunadamente íbamos acompañados y orientados: nada de pedir marisco. Cualquier semejanza con lo que nosotros conocemos es pura coincidencia. A Argentina se va a comer carne y ¡vaya si la comimos! El local en cuestión se llamaba “El rey de la papa frita”. Los argentinos presumen de ser originales a la hora de poner nombre a su negocio. Si esto no se alarga demasiado, quizá le dedique un tiempito a algunos curiosos aunque, por desgracia, ni los anoté, ni los fotografié, pero alguno debe haberse quedado en el coleto.




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