Los barrios de Buenos Aires están muy diferenciados entre sí, cada uno con sus características. El nuestro, Recoleta, es un barrio tranquilo (aunque no nuestra avenida), céntrico y señorial, y en la zona centro también existen calles muy tranquilas escondidas entre las más concurridas, pero el barrio bohemio, de intelectuales y moderno por antonomasia es Palermo. Lo visitamos en varias ocasiones, una noche para cenar (plaza Cortázar), una mañana para callejearlo, tomar algo y hacer compras por la tarde (calle de J.L. Borges).
Cenando en una de sus terrazas al aire libre, te parecía estar en cualquier ciudad europea mediterránea, igual que paseando por sus calles llenas de tiendas de moda.
Paseamos mucho por Montserrat, San Telmo, Callao, visitamos la casa Rosada y los Olivos, las dos residencias de la actual presidenta, muy distantes entre sí pero que salieron a nuestro paso de forma casual.
Lo que sí fuimos buscando expresamente fue la librería El Ateneo. Como ya he dicho antes, Buenos Aires está llena de librerías (muchas de esta misma cadena); lo que ésta tiene de particular es que está dentro de un teatro, mejor dicho, el antiguo teatro Grand Splendid se ha convertido en librería. Las fotos lo dicen todo, así que no la voy a describir. Sí diré que tiene muchos fondos, variedad de secciones (música, infantil) y que es visitada por miles de turistas. La recorrimos, compré un cuento para mi nieta mayor y tomamos un vino en su restaurante antes de irnos a comer.
Hay algo que no hice en Buenos Aires y esto, si la visita hubiera sido simplemente unos pocos años antes, no me lo hubiera ni creído ni perdonado: ir a ver cantar o bailar tango, y sobre todo, no hacerlo yo misma.
Ya he contado la anécdota de La Boca, pero he de decir que por la tarde/noche llegábamos agotados. Queríamos visitar algún sitio auténtico, no para turistas, para éstos había infinidad de espectáculos anunciados. Queríamos que fuera más bien algún lugar tranquilo donde poder escuchar a tanguistas de verdad. Nadie nos supo orientar y nosotros tampoco lo buscamos con ahínco, como hubiéramos hecho en otras circunstancias.
Y llegó el momento de la partida. Ahora sí me empezaba a poner nerviosilla porque pronto iba a poder abrazar a mi hijo, estaba ya cerca, a unas cuantas horas, tras una poderosísima mole montañosa.
Julio, el portero, tenía un sobrino que era taxista y con él convinimos la ida al aeropuerto. Habíamos quedado a las 8 de la mañana y acudió puntual a recogernos. Conducía, como todos los bonaerenses, a velocidades endiabladas entre autobuses, autocares, taxis, muchos taxis con los que parecía competir, y coches particulares. Nuestras maletas iban más llenas y nuestros corazones con la nostalgia de saber que seguramente ya nunca más volveríamos a esa ruidosa, bulliciosa, grande, diversa y bella ciudad.
Cenando en una de sus terrazas al aire libre, te parecía estar en cualquier ciudad europea mediterránea, igual que paseando por sus calles llenas de tiendas de moda.
Paseamos mucho por Montserrat, San Telmo, Callao, visitamos la casa Rosada y los Olivos, las dos residencias de la actual presidenta, muy distantes entre sí pero que salieron a nuestro paso de forma casual.
Lo que sí fuimos buscando expresamente fue la librería El Ateneo. Como ya he dicho antes, Buenos Aires está llena de librerías (muchas de esta misma cadena); lo que ésta tiene de particular es que está dentro de un teatro, mejor dicho, el antiguo teatro Grand Splendid se ha convertido en librería. Las fotos lo dicen todo, así que no la voy a describir. Sí diré que tiene muchos fondos, variedad de secciones (música, infantil) y que es visitada por miles de turistas. La recorrimos, compré un cuento para mi nieta mayor y tomamos un vino en su restaurante antes de irnos a comer.
Hay algo que no hice en Buenos Aires y esto, si la visita hubiera sido simplemente unos pocos años antes, no me lo hubiera ni creído ni perdonado: ir a ver cantar o bailar tango, y sobre todo, no hacerlo yo misma.
Ya he contado la anécdota de La Boca, pero he de decir que por la tarde/noche llegábamos agotados. Queríamos visitar algún sitio auténtico, no para turistas, para éstos había infinidad de espectáculos anunciados. Queríamos que fuera más bien algún lugar tranquilo donde poder escuchar a tanguistas de verdad. Nadie nos supo orientar y nosotros tampoco lo buscamos con ahínco, como hubiéramos hecho en otras circunstancias.
Y llegó el momento de la partida. Ahora sí me empezaba a poner nerviosilla porque pronto iba a poder abrazar a mi hijo, estaba ya cerca, a unas cuantas horas, tras una poderosísima mole montañosa.
Julio, el portero, tenía un sobrino que era taxista y con él convinimos la ida al aeropuerto. Habíamos quedado a las 8 de la mañana y acudió puntual a recogernos. Conducía, como todos los bonaerenses, a velocidades endiabladas entre autobuses, autocares, taxis, muchos taxis con los que parecía competir, y coches particulares. Nuestras maletas iban más llenas y nuestros corazones con la nostalgia de saber que seguramente ya nunca más volveríamos a esa ruidosa, bulliciosa, grande, diversa y bella ciudad.
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