jueves, 1 de julio de 2010
MIS MAESTRAS (Recopilatorio 3)
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, decía Antonio Machado. Si tuviera que empezar a hablar sobre mi infancia intentando imitar al poeta andaluz diría: mi infancia son recuerdos de una sierra, unas vías y un tendido eléctrico, en uno de cuyos postes habían construido un nido las cigüeñas. Ésas, efectivamente, eran las primeras imágenes que impregnaban mi retina al salir de mi casa. Ocurrió durante los primeros trece años de mi vida. Pero no quiero hablar ahora de mi infancia, en general, sino de mis maestras, las que tuve en esos años en Conquista.
Empecé a ir a la escuela de Doña Asunción muy pronto, según me contaban, pero no puedo precisar la fecha. Alguna vez oí hablar de los 3 años aunque no lo puedo confirmar. Sí supe, muchos años después, por una vecina que, mientras a mí me aceptaron pronto, a su hija, casi un año mayor que yo, le habían dicho que con tan poca edad no se admitía a nadie y eso que a esa escuela, la de los pequeños, niñas en este caso, se la conocía como la de los cagones. La amistad de mi familia con Doña Asunción (así era conocida por todos) y con su marido, Miguel Cantador, supongo que me proporcionó alguna clase de ventaja.
Mis recuerdos sobre aquella primera etapa son muy vagos. Ni siquiera veo con nitidez qué tipo de pupitres utilizábamos, creo que eran oscuros, ni qué sitio ocupaba, si pasaba frío o calor. Cuando intentas poner en pie historias de tu vida siempre echas de menos a alguien a quien preguntar y desde luego te arrepientes muchísimo de no haberlo hecho cuando tenías a tus padres cerca, o de no haberlas puesto por escrito cuando tenías un montón de datos frescos y al alcance de la mano. Tuve muchos recuerdos de aquella escuela durante mucho tiempo pero, con el paso de los años, se han ido borrando. Recordaba a muchas de mis compañeras de entonces, incluso a algún niño de la clase de al lado, la de Don Rufino. A veces nos subíamos a la pared del patio para verlos. ¡Los niños, sus juegos! ¡Qué lejanos y extraños me parecían!
De todas formas, hay algunas cosas de la escuela que aún conservo en la memoria: las perchas, las fotografías de Franco y de José Antonio, el crucifijo, los mapas, el armario donde guardábamos el ejemplar de Don Quijote donde Ramona y yo leíamos. No recuerdo si las demás niñas lo hacían. Nosotras dos éramos las dos más adelantadas, quizá porque éramos mayores y entre nosotras había una especie de competición soterrada por ver quién leía mejor y, sobre todo, quién avanzaba más. Tengo que confesar que, alguna vez, cuando Doña Asunción me decía: “¿por dónde vas?”, yo apuntaba un par de párrafos más adelante. Por alguna razón que desconozco, aunque puedo imaginarla, Ramona y yo estuvimos en esa escuela más tiempo del que nos correspondía.
Para dictarnos en cambio utilizaba Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Recuerdo también que algunas veces la maestra se ausentaba de clase y, en esos momentos, por arte de magia, aparecía en la clase su hijo Bartolomé, encargado de cuidarnos hasta su vuelta.
A Doña Asunción la recuerdo como una maestra agradable, sin ser demasiado afectuosa. Conmigo tenía un trato afable; no recuerdo ningún castigo ni nada parecido. Siempre me pareció una señora mayor, a pesar de que por aquellos años debía ser bastante joven, pero iba vestida siempre de oscuro o colores neutros La veo siempre con el pelo corto y se le debió poner blanco muy pronto, así como su piel, blanquísima, con manos y uñas siempre muy cuidadas.
No era especialmente estricta pero creo que se hacía respetar.
Siempre sentí gran cariño por ella y nunca desaproveché después las ocasiones que tuve para saludarla.
Cuando llegaba el mes de mayo me tocó ir más de una vez a su casa a por la imagen, los paños, puntillas, floreros, cajones, en fin, todo lo necesario para montar una especie de altar con aspecto de escalera, cuya base era una caja grande, la siguiente más pequeña y así hasta llegar al final donde estaba la imagen, creo que de una Virgen. Este altar, rebosante de flores colocadas en floreros de todos los tamaños, se mantenía durante todo el mes. Aún recuerdo a su moza o criada, como se decía entonces, (¿Catalina, María?) peinada con un rodete y el pelo totalmente blanco y más sorda que una tapia, pero con la cara siempre sonriente. A mí me encantaban aquellas tardes de mayo pues entre la preparación, la reposición de flores que teníamos la obligación de llevar y las canciones alusivas a dicho mes no dábamos golpe.
En mis primeros años en aquel colegio, me tocó vestirme de angelito para adornar el altar que se montaba el día del Corpus, justo delante de la casa de la maestra. Era tan pequeña que si no llega a ser por la foto que aún conservo no me habría quedado ningún recuerdo.
Otro acontecimiento digno de reseñar era el asco que pasaba cuando llegó la famosa leche en polvo americana y había que beberla. Cada niña tenía que llevar su vaso y para tomarla, formábamos una fila en el patio. Era obligatorio hacerlo. Lograba tragarla a base de echarle un montón de azúcar que llevaba de casa. Con todo, lo peor era el queso. Por la tarde nos daban una porción de un queso amarillento que sabía a rayos y que también había que comer a la fuerza. Yo tenía todos los huecos de las paredes del patio llenos de aquel maldito queso. Recuerdo una vez que se me ocurrió tirarlo al pozo que dividía el patio de los chicos del nuestro y se quedó allí, en el fondo. Se veía perfectamente nítido a través del agua quieta y clarísima. Pensé que todo el mundo me descubriría y estuve temblando toda la tarde, hasta que llegó la hora de salir. Los bolsillos del baby –blanco- eran otro lugar de alojamiento habitual para la famosa ración de queso, con el consiguiente aplastamiento y la mancha que yo pensaba que todo el mundo miraba. Muchas veces me he preguntado por qué me resultaban tan desagradables aquellos sabores a mí, que comía de todo en casa. Tal vez fuera por ser tan distintos y extraños a los que estaba habituada.
No sé decir con exactitud en qué año me trasladé a la escuela de Doña Virginia, debió ser en torno al 57. Estaba situada entonces en lo que se conocía como la escuela de Dª Catalina, en un primer piso de la calle Iglesia, en la fila de la derecha subiendo hacia el cementerio. Recuerdo vagamente los nervios y la expectación de ir a una escuela nueva y encontrarme con otras niñas y otra maestra.
Pero esa nueva maestra me gustó enseguida: era alegre, tenía la piel muy morena y el pelo negrísimo, recogido siempre en un moño de plátano o italiano. Su boca era grande, con labios carnosos pintados de rojo y una sonrisa franca que dejaba asomar unos dientes blancos y perfectos. La recuerdo alta, con falda estrecha negra y blusas de colores vivos. Esta apariencia, tan distinta a la de las mujeres de Conquista de aquel entonces, hizo que me resultara atractiva desde el primer momento. Yo creo que también le debí caer bien y desde el principio se estableció una buena relación maestra-alumna.
Tampoco recuerdo ningún castigo ni ninguna mala palabra con esta maestra, si exceptuamos un día que debí hacer algo muy gordo en compañía de otras niñas pues Doña Virginia nos hizo quedarnos a varias unas horas más por la tarde en el colegio. Creo que fue porque no terminamos alguna tarea. El caso es que no me recuerdo trabajando rápido para poder salir, sino tomándolo todo a broma y haciendo bastante teatro. Para mí era una situación insólita, nunca me había ocurrido y aunque en el fondo me daba un poco de vergüenza, al fin y al cabo era un castigo y como tal tendría que contarlo después, intentaba disimularlo. Los mismos nervios hacían que me tomara aquello como una diversión. Así que allí estábamos cuatro o cinco chicas intentando pasar aquel rato lo mejor posible. Hay que tener en cuenta que nos dejaron solas y encerradas. Enseguida nos pusimos a fabular y cada una decía una barbaridad mayor: y si viniera no sé qué monstruo, o no sé qué bicho…..Una de las chicas sintió ganas de orinar y yo, ni corta ni perezosa le dije que eso no era ningún problema, busqué algo y lo encontré: un vaso, el cual, una vez lleno, derramamos por una ventana que daba al patio trasero de la casa. Así, una por una, fuimos llenando el vaso por turnos. Esta niñería fue para nosotras motivo de diversión y risas sin control y al final resultó una de las tardes más divertidas que recuerdo.
En ese colegio debí estar poco tiempo, un año o dos, a lo sumo, enseguida pasé a “Los Grupos”, recién construidos. Este edificio nos causaba gran admiración. Nunca hasta ese momento habíamos visto en Conquista un edificio con semejantes ventanales, pintados además en aquel entonces de un verde chillón. Las clases eran por tanto muy luminosas, si exceptuamos las que daban a la parte norte, más pequeñas, umbrías y terriblemente frías. También nos causaba gran excitación el hecho de tener servicios flamantes con agua corriente y ¡cada uno con su puerta! Allí seguí con Doña Virginia durante un tiempo pero, para mi desgracia, pronto me pasaron con las mayores, clase de Doña Juanita, maestra de Villanueva, casada y con un bebé. Su marido, maestro como ella, se llamaba, otra coincidencia, Juan también. Me debieron pasar allí por la edad, porque recuerdo que hacíamos más o menos las mismas cosas, si exceptuamos que ya la enciclopedia Álvarez que usábamos era la de 3er grado. Yo sabía hacer raíces cuadradas y cúbicas, cosa que le causaba gran admiración al Coronel, el abuelo, que siempre me ponía de ejemplo ante sus nietos. El problema era que no sabía a qué aplicarlas ni para qué demonios serviría saber aquello.
En aquellos “Grupos” empecé a despertar a muchas cosas. Ya sí sentía el frío en invierno y recuerdo muy bien los juegos del patio. Había una niña, Basilia, con la que acababa enfrentada casi en cada juego. Nos temíamos y nos buscábamos. Recuerdo ir a pedir brasas para el brasero de la maestra, comprarme un bollo en la panadería de Paco algunos días, otros guardaba el dinero para los tebeos y, sobre todo, recuerdo las salidas del colegio y la vuelta hasta la Estación, la mayoría de los días, cuando hacía buen tiempo, Plazar abajo, atravesando el Arroyo Grande un poco más abajo del puente Triángulo. Aquellas pequeñas caminatas a escondidas de la gente se convertían para nosotras en toda una aventura. Íbamos cantando, riendo, fabulando, inventando personajes y situaciones….. mis amigas me llamaban “teatrera”.
Cuánto daría ahora por volver a vivir, aunque sólo fuera durante un minuto, aquella borrachera de luz y despreocupación.
Toledo, 5 de marzo de 2009.
Me tenéis que perdonar por el batiburrillo de fotos que he colado aquí, sin orden ni concierto. No sé subirlas en condiciones. Supongo que para el próximo post habré aprendido, lo siento pero así se va a quedar, soy muy impaciente.
La foto en blanco y negro es la de Dª Asunción y sus hijos, con mi tía y mi padre, en La Garganta, delante de la caseta en la que vivían, muchos años antes de que yo naciera.
La segunda en blanco y negro es en uno de los altares que ponían para el Corpus (justo el que describo)
Después está la escuela de niñas de Dª Asunción; la nombro así porque ella estuvo allí durante toda su etapa de maestra.
La segunda foto de escuela es una casa normal donde pusieron la escuela de Dª Virginia y, por último, lo que llamamos "Los Grupos", el edificio de grandes ventanales.
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