sábado, 31 de julio de 2010

D E H E S A

Estoy escribiendo estas líneas desde uno de los lugares donde todos los años paso algunos días de vacaciones, mi pueblo, Conquista, en la provincia de Córdoba. Este año, por circunstancias, esos días se van a alargar más de lo habitual.
Aquí no hay mucho que hacer, así que una de las cosas que practico, por obligación y por devoción es el paseo. Mejor matutino que vespertino, aunque cada uno tiene sus encantos.
Las temperaturas aquí son extremas en todos los sentidos. En verano, calor asfixiante durante el día y mucho fresco en las primeras horas de la mañana y durante la noche. En invierno se invierte: frío insoportable durante la noche y más llevadero durante el día, excepto si sale el sol (cosa frecuentísima) y estás resguardado. Entonces, en las horas centrales, puedes hacer la vida en el exterior. Estos últimos días de julio estamos teniendo 37º de máxima y 18º de mínima, una diferencia térmica de 19 grados, ¡no está mal! En invierno la diferencia entre día y noche es aún mayor.
Mis horarios de paseos matutinos son un tanto caóticos, no son fijos. Van en función de mis despertares y éstos, al estar ociosa, sin obligaciones perentorias, pueden ir desde la madrugada hasta bien entrada la mañana.
Lo ideal es despertarse pronto y además descansada, cosas que no siempre van juntas. Cuando eso ocurre, calzo mis zapatillas de deporte, me cuelo cualquier cosa para resguardarme del frío mañanero y tomo algún camino de los que salen cerca de mi casa. Normalmente enfilo el de la antigua vía del tren, dirección Villanueva. Cuando el sol está saliendo, y luego, cuando aún sigue bajo en el horizonte, su luz tropieza con la inmensa cantidad de encinas, grandes y pequeñas que se interponen entre sus rayos y el paseante, en este caso yo.
Se proyectan en ese momento grandes sombras alargadas y son tan abundantes que esperas ansioso poder atravesar algún trozo de camino donde lleguen los rayos, todavía tímidos pero ya reconfortantes, del astro rey, ésos de los que, en un par de horas, correrás a esconderte.
Al llegar a la segunda caseta, la de las Anchuras, el camino se corta bruscamente. Alguien ha debido comprar el terreno y no se puede continuar porque han puesto una valla. Es un gran fastidio porque se te rompe el impulso que llevabas. Se puede continuar por otro carril que sale a la izquierda pero como ya se ha caminado un buen tramo da pereza ver esa cuesta empinada de arenisca dura y, la mayoría de las veces, desisto y emprendo el regreso. Las veces que he logrado vencer esa pereza me he alegrado y he gozado de la visión de ese paisaje tan familiar, virgen, ancestral, con un silencio que ya es difícil encontrar y al mismo tiempo cargado de ruidos: infinidad de cantos de pájaros que por desgracia no sé distinguir, vuelo de insectos, frotamiento de ramas y del manto amarillo pajizo que forma la abundante yerba seca, causado por algún animalillo que pasa desapercibido a la vista, pero que deja su rastro sonoro. Es la dehesa.

5 comentarios:

  1. Estaba repasando tus cosillas, y me encuentro con este nuevo relato de tus paseos matutinos por los campos de Conquista, que disfrute mañanero más agradable.

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  2. ¡Que manera tan preciosa de dejar caer como regalo final de tu relato la hermosa palabra "dehesa".
    Termino casi prodigioso ( por lo menos para mí) y no sé si es porque no tiene equivalente en francés, o porque le da al campo una curiosa dimensión, entre natural y atendido.

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  3. Rafaela, a ver cuando damos un paseo de estos juntas.
    Claudie, recuerdo que en tu primera visita aquí me comentaste que habías encontrado el campo "muy cuidado".
    Estos campos adehesados me provocan tantas cosas que, al final, resumo sólo citándolos. Pienso, como tú, que la palabra dehesa es hermosa. Siempre me gustó, quizá porque cuando empecé a apreciarla ya estaba lejos de ella.

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  4. Desde la caseta de las anchuras se pueden (podía) hacer varias rutas, la que más me gustaba estaba relacionada directamente con los espárragos, tenía localizadas todas las esparragueras de la contornada, comenzaba en la puerta, a unos veinte metros estaba la primera, esta casi nunca tenía espárragos, siguiendo el cortafuegos junto a la vía en dirección al Minguillo llegaba hasta un puente, allí me desviaba a la derecha y cruzaba el arroyo grande,una vez subida la cuesta, al llegar a la cresta torcía a la izquierda, entre una serie de peñascos había -supongo que allí seguirán- un montón de esparragueras, para cuando siguiendo a la izquierda me topaba con una cerca -entonces me parecía enorme- ya tenía un buen manojo que ataba con una cuerda de pita que llevaba preparada de casa.

    Siguiendo la pared, volvía hacia el arroyo grande, lo cruzaba y también la vía, era el momento de descansar un poco y reponer fuerzas, de la talega sacaba un poco de pan y queso que despachaba en pocos minutos, lo siguiente era enfrentarse a una colina muy empinada en cuya cresta había unos magníficos ejemplares, allí subía poca gente, para cuando bajaba por la otra vertiente ya tenía el segundo manojo.

    Al llegar al fondo del valle tocaba hacer otro descanso y beber agua del arroyo -sólo si había corriente- siguiendo el curso de este arroyo volvía directamente al puente donde hacía el primer desvío, en los márgenes de este arroyo había muchas esparragueras, tenía que cruzar de una a otra orilla de forma continúa, así recolectaba el tercer manojo. Al llegar a casa mi madre los ponía en agua, aquella noche seguro que parte de la cena serían los espárragos, en tortilla o en menestra.

    Lo que más recuerdo, el profundo silencio humano y los sonidos de la dehesa -apenas percibidos-, si cierro los ojos puedo ver el paisaje estallando en mil colores de primavera.

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  5. Germánico, comprométete para la próxima primavera enseñarme esa ruta esparraguera. Anda!, me ha salido con rima! Me encantan estos comentarios que son otro post.

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